«Uno de los grandes peligros que acecha la civilización actual es la pérdida del sentido ético básico»: Mons. Ubaldo Santana

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Mons. Ubaldo Santana, Arzobispo emérito de Maracaibo y Administrador apostólico sede vacante de Carora

El domingo pasado iniciamos la lectura del capítulo 13 del evangelio de Mateo con la parábola del Sembrador y su correspondiente explicación. Hoy Mateo, dentro de ese mismo capítulo, nos presenta tres parábolas: la del trigo y de la cizaña, la de la semilla de mostaza y la de la levadura en la masa. Las tres, como veremos, están estrechamente conectadas entre sí y con la del domingo pasado.

Todas giran en torno al tema del Reino de Dios. Es una realidad en la que el mismo Dios está involucrado. La ha dotado de un dinamismo interno propio, no determinista ni fatalista, sino respetuoso de la libertad humana, con suficiente fuerza para sostener y llevar lo que entre dentro de su órbita, sean seres humanos, sea la historia misma en su devenir, sea la misma creación, hasta su plena y total realización (Cfr. Fil 1,6; Ef 1,1-10; Col 1, 15-20).

Cristo Jesús no es simplemente su predicador sino el iniciador y el consumador de la presencia irreversible de ese Reino en el mundo. Todo esto Jesús lo va a explicar a los suyos y a las multitudes valiéndose de imágenes, metáforas y comparaciones, tomadas de la vida del campo, de los quehaceres domésticos, de los asuntos ordinarios de la vida diaria.

Los invito a que cada uno de nosotros se vuelva uno de esos criados del dueño del campo que sembró el trigo. Y que el Espíritu Santo venga en nuestra ayuda para que sepamos sacar las conclusiones apropiadas y aplicarlas luego con determinación a nuestras propias vidasNo olvidemos el axioma de toda parábola: el que quiera oír que oiga y el que quiera ver que vea.

Dios sembró el buen trigo. El demonio sembró la cizaña. Esa es la primera y fundamental enseñanza. Dios es el autor del bien, no del mal. La cizaña no es de Dios. El relato deja bien claro que fue sembrada por un ser distinto a Dios, que no busca nuestro bien sino nuestro mal. No hay pues que atribuirle a Dios lo que no viene de él.

Pero Dios si ha querido que, en este eón, co-existan el bien y el mal. Esa es la segunda enseñanza. Déjenlos crecer juntos hasta la siega. ¿La razón? No sea que, por arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Una norma de la sabiduría campesina. El autor del libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura nos ilumina en la comprensión de esta postergación. Dios es clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y de verdad. Así acabamos de orar con el salmo responsorial. Dios ofrece a sus hijos una segunda y tercera oportunidad para enmendarse.

Hemos de tomar consciencia de que esa co-existencia no se da solamente fuera de mí, sino también dentro de mí. En mi campo hay trigo y cizaña. Lo primero que tengo que hacer es por consiguiente aceptar esa realidad. No existe el mundo de los puros y el de los impuros, el mundo de los buenos y de los malos. Existimos nosotros que llevamos, en nuestros miserables vasos hechos de arcilla y de barro, la gloriosa dignidad de nuestra imagen y semejanza con Dios, nuestra condición bautismal de hijos e hijas de Dios.

Tenemos que hacer nuestra la recomendación de Pablo en la segunda lectura y pedirle al Señor que nos envíe el Espíritu Santo para que nos lleve al conocimiento de la verdad de nosotros mismos y nos de la suficiente lucidez, humildad y valentía para conocer mis trigos y mis cizañas, a saberlas distinguir muy bien, para que no me vaya a pasar como lo denuncia el profeta Isaías que llame bien al mal, mal al bien, noche al día, luz a las tinieblas (Is 5,1 20-21).

Tenemos que erradicar toda tentación de creer que la cizaña está en los otros no en mí, que a quien hay que eliminar es al otro no a mí. Los yihadistas creen que hay que eliminar a los blasfemos, a los perros infieles. Las grandes corporaciones abortistas creen que hay que eliminar a millones de seres humanos en vientres ajenos no a ellos. Los laboratorios creen que hay que matar millones de embriones no a ellos. Los propugnadores de la civilización del bienestar y de la belleza creen que hay que eliminar a los viejos improductivos y costosos de mantener; que hay que exterminar a los deformes, inválidos, los oligofrénicos no a ellos. Los experimentos eugenésicos de Hitler se han quedado enanos al lado de estas grandes y millonarias industrias del exterminio.

Hoy en día está muy difundida la idea de que el mal no existe. Todo es bueno. Si me gusta, si me atrae, si me complace, es bueno.  Cuántas veces no oímos de boca de niños, adolescentes y jóvenes la pregunta: – ¿Y eso qué tiene de malo? La co-existencia del trigo y de la cizaña no se puede transformar en complicidad. Uno de los grandes peligros que acecha la civilización actual es la pérdida lamentable de la consciencia moral, del sentido ético básico que permite saber distinguir entre un grano de trigo y uno de cizaña, entre lo que alimenta y lo que intoxica o envenena, entre lo que le hace bien al conjunto humano y lo que le perjudica.

Convivir con el mal, exige de nosotros sabiduría y capacidad de discernimiento para identificarlo; fortaleza para resistir sus embates, superar sus tentaciones y no caer en sus redes. (Cfr. Is 5,20-21). No nos dediquemos a querer arrancar la cizaña, dediquémonos a quitarle fuerza, cultivando nuestras virtudes, dones y carismas.  Estemos alertas y despiertos porque el mal trigófago, en este presente eón es tan poderoso, avasallante y astuto que nos puede convencer de que es invencible y que tenemos que renunciar a Cristo y a sumarnos a la caravana de zombis que lo siguen.

¿Y sobre qué nos vamos a fundar para sostenernos en este combate espiritual? Jesús nos responde con la historia de un árbol y de una levadura para hacer pan. Dos poderosos símbolos de la vida, de la naturaleza y de la alimentación humana. De una minúscula e insignificante semilla de mostaza brota un árbol que da cobijo a las aves del cielo y anidan en sus ramas. La levadura encierra dentro de si el poder de levantar la masa de harina. No hay proporción entre lo poquito de la levadura y el volumen de masa que levanta. En la semilla de mostaza ya está el árbol.

Este árbol no es el cedro majestuoso, de poderoso ramaje soñado por los profetas Ezequiel y Daniel (Cfr Ez 17,22-23; Dan 4,8-9), sino un árbol más humilde. Con ese arbusto Jesús prefigura el mundo nuevo que, con su humanidad y las de la nueva familia del Reino, se transformará en un hogar abierto de todos.

El Reino de Dios, nos dice Jesús, trabaja así. No se ve. No se nota, no hace ruido, pero avanza indefectiblemente hacia su meta. Ese es el camino escogido por Jesús (Mt 12,18-21). El Reino de Dios se abre camino de manera progresiva y discreta por medio de acciones sencillas llevadas a cabo por gente sencilla. La fuerza de transformación del mundo, según los designios de Dios, está en los pequeños, en los pobres.

Para el Sembrador, para sus discípulos, la historia de la humanidad no se construye sobre la base de acontecimientos espectaculares llevados a cabo por genios, súper hombres, súper dotados; tampoco se lleva a cabo por medio de intervenciones divinas unilaterales, grandes milagros y señales. Todas esas películas de súper héroes y Transformers que les resuelven la papeleta a los embobados habitantes de ciudades imaginarias, no hacen más que hacerle propaganda al armamentismo bélico, a engendrar zombis, a desmovilizar las voluntades de los ciudadanos para que no se organicen, licuar las consciencias y amellar todo intento de resiliencia.

Si Jesús nació en un pesebre, vivió de su trabajo manual, si predicó con ejemplos de la vida campesina y cotidiana de un ama de casa, es porque es precisamente a través de esas realidades, de esas personas que el proyecto salvífico, amoroso y fraterno del Reino de Dios se abre paso en este mundo. Dios avanza de manera silenciosa, discreta pero efectiva. Lo empezado lo llevará a término. Pongámonos, con Jesús, del lado del grano de mostaza y de la levadura.  Amén.

Carora, 18 de julio de 2020

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Arzobispo emérito de Maracaibo

Administrador apostólico sede vacante de Carora

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