El rumor del río augura peligro. La lluvia cae sin parar sobre la Sierra. Sus demonios se revuelven en las entrañas de este territorio sagrado.
Es Perijá, la montaña que alberga a los pueblos indígenas Yukpa y Barí, es Machiques, tierra de producción ganadera por excelencia. Escribo sobre este rincón del estado Zulia que hoy llora la muerte de un niño y sobrevive a la angustia de encontrar con vida a cinco personas que fueron arrastradas por el río Kunana la madrugada del jueves tres de octubre.
La furia del agua se desató en un suspiro, arrastró árboles, hizo rodar rocas -tan grandes como una casa- y arrastró barro como para frisar un continente entero. El río buscó su cauce y lo encontró, aunque en medio estuvieran familias esperando la hora de dormir, niños desprevenidos, vacas en reposo y caballos que no tuvieron tiempo ni de relinchar.
“Lo perdimos todo”, jadea una mujer Yukpa que revive la escena ante una cámara y un micrófono. Son más de 200 las comunidades que sufrieron pérdidas incalculables, son más de 1.800 indígenas afectados.
Cuando el río suena, la tragedia es inevitable.
Al llegar a Machiques de Perijá, todo el mundo habla de los indígenas de la Sierra, los vecinos de este pueblo zuliano no paran en su afán por socorrer a las víctimas de este desastre natural.
“El río bajó y arrasó todo a su paso”, dice un hombre bajito y visiblemente cansado. Está a la orilla de la carretera que conduce a la cuenca de Toromo. Junto a él está su familia y otros miembros de la comunidad que han decidido tomarse un espacio para construir una choza y esperar allí la asistencia de las autoridades.
El pasado 7 de octubre, a cuatro días del suceso, un grupo de vecinos encontró el cuerpo sin vida de Ever Jesús Ballena Panapera, tenía 3 años. Sus tres hermanos aun no aparecen. La madre de este pequeñín contó que ese día tuvo que salir de casa a comprar comida. No tenían nada para alimentarse y aprovechando que le cayó un dinerito en la cuenta bancaria salió y dejó a sus cuatro hijos al cuido de una vecina. Nunca pensó que sería la última vez que los vería con vida. No pudo imaginarse que su casa sería arrastrada por la furia de un caudal tan poderoso que no encontraría resistencia alguna.
Desesperada, hoy intenta encontrar a sus otros hijos que desaparecieron en medio del barro y los escombros.
Resistencia dentro de la resistencia
Impresionados con las imágenes, iniciamos el camino a la Sierra, a los lados van quedando las fincas y en el horizonte se divisa la montaña que da cobijo a los pueblos originarios de esta zona fronteriza con Colombia. Unos pocos kilómetros de recorrido bastan para reconocer que algo cambió recientemente en la vegetación y en la carretera. Los árboles muestran manchas de agua y barro, el asfalto se ve removido y las casas están solas. La gente acampa en la orilla del camino y se pone alerta ante el sonido de algún motor.
Ana Karina García es una indígena que tomó el liderazgo de su comunidad ante la llegada de los medios de comunicación. Su talante de mujer aguerrida es evidente, su actitud es arrolladora.
“Por ahí vimos el carro de ACNUR, pero no dejó nada de ayuda”, reclama. También enfila contra las autoridades del gobierno de Nicolás Maduro. Su verbo sigue reclamando la presencia de las autoridades. “¿Dónde está la ministra de los pueblos indígenas?, nos dijeron que van a venir, pero no ha llegado.”
Los pueblos indígenas en Venezuela son reconocidos por las leyes en toda su amplitud. La constitución de 1999 los registró como ciudadanos con derechos especiales: son oficiales sus idiomas, tienen la posibilidad de expresar libremente sus creencias y son dueños de sus territorios. Pero del dicho al hecho, el trecho ha sido otra tragedia.
Veinte años después de haber conquistado el reconocimiento estatal, la ley es letra muerta. Nunca se desarrolló el proceso de demarcación de territorios indígenas, nunca se respetó la jurisdicción indígena y hoy son vistos como una amenaza. Son discriminados y vulgarmente utilizados para campañas políticas.
“Estás tierras no son de nosotros”, dice Ana Karina, refiriéndose a los bordes de la carretera, pero “¿qué vamos a hacer si lo perdimos todo?, aquí nos vamos a quedar hasta que las autoridades respondan”.
Mientras ella habla, un grupo de hombres con machetes y palas limpian el terreno donde están improvisando unas chozas (casas de madera y palmas). “Esto es resistencia dentro de la resistencia”. Dice y suspira, recuerda que dentro de dos días será 12 de octubre -día de la resistencia indígena- y la voz se le quiebra. ¿Qué vamos a celebrar, que se nos murieron niños, que se murió un anciano, que todavía tenemos niños muriéndose?, llora. Recuerda y sigue llorando.
El testimonio de esta mujer Yukpa es desgarrador, pero denota la furia contenida por los pueblos originarios durante siglos de abusos y vejaciones. De mentiras y promesas incumplidas.
Reconstruir la esperanza
Unos pocos kilómetros más de Sierra adentro y ya no podemos subir con el carro, el camino se achica por los árboles caídos y las gigantescas rocas que aplastaron todo. Una caravana militar anuncia la llegada de las autoridades. Es la ministra y la alcaldesa de la localidad. Habrá una reunión con los caciques y los habitantes de los pueblos afectados.
La gente corre y grita tratando de llamar la atención de los funcionarios, cierran la vía, dialogan y los dejan seguir avanzando. Nosotros estamos aquí, en medio de un desastre mayúsculo, con niños mirando curiosos hacia los micrófonos, con madres angustiadas y un pueblo entero buscando a sus familias desaparecidas.
Los cuerpos de rescate hacen lo que pueden, las autoridades nacionales aseguran que el riesgo de otra crecida del río es probable. “Hay alerta naranja”, dice un oficial de protección civil. Los sobrevuelos están restringidos y el paso de las horas reduce la posibilidad de encontrar sobrevivientes. La comunidad reclama a los funcionarios que vayan a la parte alta. Pero no pueden. Allá hay comunidades de las que no se sabe nada. Podría haber más fallecidos. Pero no esta confirmado, porque nadie ha llegado al lugar.
En la parte baja, la búsqueda se hace mirando hacia donde van los zamuros. Estas aves anuncian la presencia de carne. Así de simple, así de crudo. Con palos y palas los rescatistas escarban y tratan de mover los escombros en busca de los cinco desaparecidos. Faltan cinco, que no se les olvide.
Ya son las doce del día y nos toca regresar, pero antes volvemos a pasar por los campamentos improvisados y volvemos a ver las caras de quienes intentan ocupar las orillas del camino.
Recuerdo las palabras de un hombre indignado que nos mostró un tanque azul con agua sucia que les llevó la alcaldía y el reclamo de un joven que denunció que solo les han llevado una caja de CLAP que no traía nada para alimentar a los niños, a los bebés y a los ancianos. “Están comiendo los mismos fideos”, hervidos en agua sucia.
Voy manejando y grabando con la cámara y la mente. Voy registrando las imágenes y el recuerdo imborrable de haber estado en la zona de un desastre natural que se agrava con la incompetencia institucional. Una semana y aun no hay respuesta para quienes lo perdieron todo. Una semana y todavía no hay certeza de cuántos son los desaparecidos y los daños en la parte superior de la Sierra de Perijá. Una semana de maltrato y duelo.
Con cada kilómetro de recorrido voy también recordando las otras tragedias que sumieron en el dolor a otros territorios venezolanos, parece una película repetida, el mismo guión de indiferencia que sufrieron los Wayú durante las inundaciones del 2010 o la misma escena de sufrimiento de los pueblos indígenas de Amazonas en 2018.
Resistencia, sí, hoy los pueblos indígenas de Venezuela viven resistiendo como hace más de quinientos años, pero ahora lo hacen a la amenaza de un sistema que les prometió el cielo y, sin embargo, los trata como una amenaza. “El pueblo Yukpa lo puede todo”, dijo una mujer que trata de recuperarse a la pérdida de su casa, de su siembra y de sus hermanos.
Los pueblos originarios hoy no son otra cosa que indígenas en resistencia.