La gran angustia del ser humano siempre ha sido el saber que se muere. La muerte es la única fuerza que puede romper, separar, dividir la unitotalidad de la persona humana, integrada por cuerpo (realidad material), alma (fuerza vital) y espíritu (esencia trascendente de naturaleza eterna), produciendo el mayor trauma posible a la integralidad del ser; tal ha sido el poder de la muerte como fruto del pecado. Era necesario que, para reintegrar en un sola realidad al ser humano, la muerte fuera vencida y aniquiladas sus consecuencias.
La resurrección de Jesucristo de entre los muertos vence y mata a la muerte anulando sus efectos y en la promesa de la resurrección de la carne, para quienes se acogen a la salvación cristiana, pasando por una muerte similar a la de Cristo, se restaura la unidad que se había roto. Dicho de otro modo, la muerte, fruto del pecado, divide y destruye; la resurrección, fruto del perdón de los pecados, restaura y restituye a la unidad. Por ello, la herramienta de la reconstrucción es la fe que da frutos de amor y de unidad, mientras que el pecado divide y desarticula.
Vista así, la resurrección de la carne, lógica y necesariamente, es la consecuencia más ulterior del perdón de los pecados, manifestado en Cristo Jesús.
Padre Alberto Gutiérrez