Una guía para orar que empieza por el desasosiego y la humildad y desemboca en la confianza de un hijo en el amor de su Padre todopoderoso
¡Qué difícil decir nada sobre cómo iniciar y perseverar en la oración! ¿Cómo recomendar pasos, dar criterios, ofrecer consejos? Es tal la intimidad de la comunicación con Dios que nadie debería poder atreverse a proponer casi nada sobre este importante asunto.
Sin embargo, se ha escrito tanto y tan oportuno y provechoso…
Leyendo a Jacques Philippe, que pertenece desde 1976 a la Comunidad de las Bienaventuranzas, creo que podríamos descubrir el camino de infancia espiritual de santa Teresa de Lisieux. Y desde allí ver que entrar en oración es un paso que exige humildad, que precisa de un abajamiento por nuestra parte y de saber quiénes somos y ante Quién estamos.
Es bueno invocar al Espíritu Santo para que sepamos, en silencio, a la escucha, andar serenamente atentos para oír lo que el Señor nos dice. No solo hablar, a veces parlotear.
También ir de la mano de María, intercesora de todas las gracias.
Y digo serenamente atentos porque todos hemos llegado a la oración ansiosos, preocupados, centrados en un tema, a veces incluso exigiendo con cierta desesperación que el Señor nos resuelva tal asunto. Y ese no es el modo pues la ansiedad podría ser una forma de desconfianza y quién sabe si también de orgullo.
Tranquilidad, confía…
Por tanto, hay que parar, sosegarse, respirar hondo, muy hondo y unirse a santa Teresa del Niño Jesús en aquella máxima que presidió su vida:
«Mi camino está hecho todo él de confianza y amor».
La oración para Jacques Philippe, siguiendo a santa Teresita, se inicia y discurre por un camino de confianza y abandono en el que se sabe que Dios nos conoce bien y nos ama.
Nos conoce y sabe qué necesitamos antes de expresarlo. Y a menudo nos olvidamos de este extremo.
Es como ir a ver a un buen amigo, al Amigo. Hay que entrar suavemente, saludarle, mirarle, agradarle con nuestras primeras palabras. Ser cordial, llevar el corazón en la mano. Sin temor.
Adora, acoge
Y como es Dios qué mejor manera de empezar que adorarle y mostrarle nuestra disposición de cumplir su Voluntad. Sin forzarle, sin exigirle, sin tensión ni zozobra. ¡Es Dios y todo lo puede!
Y quizá también descubrir que podríamos estar ante el momento de la prueba, de la Cruz, y entonces solo cabe abrazarla con la consciencia de que es una oportunidad para ofrecer el dolor.
Llegar a la oración, por ejemplo ante el Santísimo, y no andar despacio dando los pasos oportunos es como tener prisa en que el Señor nos resuelva los problemas. No podemos ir a tiro hecho, atolondrados.
Es necesario andar con humildad y agasajarle, decirle que le amamos con todo el corazón. Y sin aspavientos, también presentarnos ante Él en una actitud de adoración, de penitencia, en actos de reparación.
Y también pedir, con delicadeza
Poco a poco, ya muy concentrados, ahí también caben las peticiones, las súplicas, la expresión de nuestros padecimientos y lágrimas. Y Él lo espera. Y Él pondrá aceite en nuestras heridas.
Si alguien nos viniera a ver a casa y, con angustia y prisas, procediera de este modo nos dolería.
Entonces, ¿cómo no ser un buen amigo de Jesús y agradarle con nuestro trato delicado para darle gloria y hacerle la carga de nuestros pecados más llevadera, para reparar las muchas ofensas que sufre cada día?
Abandonarse en los brazos del Padre
Y acercarse poco a poco, sabiendo que Él es un Padre bueno que nos ama y cuida. Ahí entra la oración de abandono. La santa de Lisieux nos dice explícitamente:
Jesús no pide grandes hazañas, sino abandono y gratitud.
Entremos en oración con este tenor, gratitud, esperanza, confianza, entrega. Toda irá bien si nos sentimos sus hijos muy queridos, si amortiguamos los temores y los cambiamos por serena confianza.
«La confianza, y sólo la confianza, debe llevarnos al amor» insiste santa Teresa.
El miedo no es buena guía. El apresuramiento lleno de preguntas y peticiones que a veces parecen reproches con pensamientos del tipo de “¿por qué me sucede esto a mí?” no es el camino.
No es el tono pues Él sabe más, y lo ve todo con una perspectiva inmensamente amplia de la que nosotros carecemos. Él sabe mejor qué necesitamos y qué no nos conviene. Y puede que el dolor deba transformarse en ofrenda.
Infancia espiritual
Entonces debemos aminorar nuestras dudas y despojarnos del cinismo que a veces se nos engancha después de haber vivido muchos sinsabores.
Entonces solo cabe hacerse niños. Y los niños se acercan a sus padres, heridos, pero tranquilos pues su padre, su madre lo puede todo.
Y a veces no creemos que nuestro Padre lo pueda todo. La infancia espiritual es el camino, confiar como niños, con la inocencia de los niños que se abandonan en los brazos de su papá.
Porque así san Pablo nos señala que nos hemos de dirigir a nuestro Padre: ¡Abba, Pater!, en términos muy tiernos, llamándole papaíto.
“Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque ustedes son hijos, Dios ha enviado el Espíritu de Su Hijo a nuestros corazones, clamando: ‘¡Abba! ¡Padre!’ Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios” (Gálatas 4:4-6)
¡Somos hijos! Y no extraños. Hijos pequeños que ponen su confianza en Dios sin prisa, sin desapego. Sin traer nada en las manos. Niños que buscan el abrazo de su Padre porque saben que su Padre los espera con misericordia y ternura.
«En verdad os digo, que quien no recibiere el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Lucas, 17: 17.)
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