San Alberto Hurtado, el sacerdote chileno que imitó a Jesús en las circunstancias sencillas de la vida

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Alberto Hurtado Cruchaga nació el 22 de enero de 1901, en Viña del Mar, Chile, en el seno de una familia católica

Cada 18 de agosto la Iglesia Católica recuerda a un gran chileno: San Alberto Hurtado. Este sacerdote jesuita buscó imitar a Jesús en medio de las circunstancias sencillas de la vida, en el día a día de una “vida ordinaria”, que Dios tornó extraordinaria.

Alberto quiso vivir como Jesús, consagrado a los pobres, huérfanos e indefensos, y por eso se preocupó por darle a cada uno de ellos una vida digna, un “hogar”. En los barrios populares de Santiago, al lado de la clase trabajadora, el santo fue expresión de fortaleza, generosidad y entrega incondicional.

Un sueño que se hizo realidad

Alberto Hurtado Cruchaga nació el 22 de enero de 1901, en Viña del Mar, Chile, en el seno de una familia católica. Sus padres, Alberto Hurtado y Ana Cruchaga, vivían en el fundo Los Perales de Tapihue, cerca de la localidad de Casablanca, donde Alberto pasó sus primeros años de vida.

Cuando tenía cuatro años falleció su padre, dejándolos a él y a su hermano Miguel a cargo de su madre. Lamentablemente, al carecer de ingresos suficientes para la manutención de sus dos hijos, doña Ana tuvo que vender el fundo y mudarse a Santiago, la capital, donde serían acogidos por sus familiares.

En 1909, Alberto ingresó al Colegio San Ignacio donde destacó como buen compañero, muy entusiasta y alegre. Contagiado por el buen espíritu que se vivía en su centro educativo y alentado por sus maestros y autoridades, el joven comenzó a sentirse atraído por el sacerdocio.

Sin embargo, la precaria situación económica en la que se encontraba la familia le impidió, al acabar el colegio, cumplir el sueño de ingresar a la Compañía de Jesús. Así que decidió estudiar leyes en la Pontificia Universidad Católica de Chile y ayudar a su madre y hermano.

En la universidad empezó a vivir a un ritmo trepidante. Estudiaba por las mañanas, trabajaba en las tardes y, por las noches, en las pocas horas que le quedaban libres, colaboraba en la parroquia Virgen de Andacollo.

En esos duros años pero alegres, Alberto nunca perdió la esperanza de ser sacerdote. De hecho, rezaba mucho para que Dios le concediera esa gracia.

En 1923, sus oraciones fueron escuchadas y por fin pudo ingresar al seminario de la Compañía de Jesús. Diez años más tarde, en 1933, sería ordenado sacerdote jesuita en Bélgica.

El retorno

El santo regresó a Chile en 1936. De inmediato, se puso a trabajar como profesor en el Colegio San Ignacio. Allí se dedicó a orientar a los niños y jóvenes que buscaban salir adelante, sobreponerse a la miseria y encontrar un sentido para sus vidas.

Alberto se convirtió en un apoyo y guía para muchos de ellos, quienes solían buscar su compañía y consejos. Su carisma era tan grande que su fama sobrepasó los límites del colegio y fue llamado a servir como asesor de la Acción Católica Juvenil.

Junto a sus colaboradores, recorrió la patria chilena inflamando los corazones de los jóvenes con el deseo de luchar por la gloria de Dios.

El Hogar de Cristo

Una noche Alberto encontró en la calle a un indigente que estaba muy enfermo y completamente abandonado. En otra oportunidad, vio a un grupo de niños que dormían bajo uno de los puentes del río Mapocho.

Estas experiencias lo marcaron profundamente. Había visto en cada uno de esos seres humanos el rostro de Cristo sufriente. Entonces, por ellos se decidió a emprender un camino de servicio efectivo: pidió a sus feligreses que lo apoyaran con todas las limosnas posibles. Así reunió dinero, joyas y bienes inmuebles (casas y terrenos) con las que se hizo de cierto “capital” para iniciar la que sería la gran obra de su vida: “El Hogar de Cristo”.

Con entusiasmo inagotable recorría las calles en su camioneta recogiendo a la gente pobre y a los niños abandonados que encontraba en el camino; luego los llevaba al “Hogar de Cristo” y allí les daba alimento y refugio: un poco de leche caliente y una cama para pasar la noche.

Una mente inquieta y un corazón generoso

San Alberto era un hombre muy activo e ingenioso, siempre tenía un nuevo proyecto entre manos: una nueva casa de acogida para los niños, talleres de enseñanza, más camas para las hospederías. Fundó varios talleres de capacitación técnica para jóvenes, con el propósito de que puedan conseguir un trabajo digno. Pese a la incomprensión de muchos, siempre encontraba la fuerza para seguir sirviendo a Cristo en el hermano empobrecido.

Otro aspecto muy importante de su vida fue el trabajo intelectual. Publicó libros y dio conferencias sobre los temas que le apasionaban: el sacerdocio, la adolescencia, la educación, el orden social y el catolicismo. Se dio tiempo hasta para fundar una revista a la que llamó “Mensaje”, además de otras publicaciones que promovió junto con la Acción Sindical Chilena.

El centro de todo

Pese a la cantidad de tareas impuestas, nunca dejó de realizar dirección espiritual. Con su mejor sonrisa recibía y escuchaba a sus «patroncitos», como solía llamar a sus dirigidos.

A los 51 años le diagnosticaron cáncer. Pronto se intensificaron los dolores a causa de su enfermedad; sin embargo, él siguió trabajando incluso desde su habitación en el Hospital Clínico de la Universidad Católica: la enfermedad no le quitaría ni la alegría ni la paz. Aún estando muy delicado tenía siempre una palabra de esperanza y apoyo para quien lo necesitase -“Contento, Señor, contento”-.

San Alberto Hurtado partió a la Casa del Padre el 18 de agosto de 1952.

El 16 de octubre de 1994, San Juan Pablo II lo beatificó, y fue canonizado el 23 de octubre de 2005 por el Papa Emérito Benedicto XVI.-

ACI Prensa