Discurso del Papa a los consagrados de Sudán del Sur

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Cortesía de Vatican News

En su segundo día en Sudán del Sur, el Papa Francisco sostuvo un encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas en la Catedral de Santa Teresa.

A continuación el texto completo de su discurso:

Queridos hermanos obispos, presbíteros y diáconos,
queridos consagrados y consagradas, queridos seminaristas, ¡buenos días!

Desde hace tiempo tenía el deseo de encontrarme con ustedes; por eso hoy quisiera agradecer al Señor. Agradezco a Mons. Tombe Trille su saludo y a todos ustedes su presencia. Algunos hicieron días de camino para estar aquí. Llevo siempre grabados en el corazón algunos momentos que hemos vivido antes de esta visita, como la celebración en San Pedro en el 2017, durante la cual elevamos una súplica a Dios pidiendo el don de la paz; y el retiro espiritual del 2019 con los líderes políticos, que fueron invitados para que, por medio de la oración, acogieran en sus corazones la firme resolución de trabajar por la reconciliación y la fraternidad en el país. Nuestra necesidad primordial es acoger a Jesús, nuestra paz y nuestra esperanza.

En mi discurso de ayer me inspiré en el curso de las aguas del Nilo, que atraviesa vuestro país como si fuera su espina dorsal. En la Biblia, a menudo se asocia el agua a la acción de Dios creador; a la compasión que sacia nuestra sed cuando atravesamos el desierto; a la misericordia que nos purifica cuando caemos en el pantano del pecado. Él, en el Bautismo, nos ha santificado «por el baño del nuevo nacimiento y la renovación del Espíritu Santo» (Tt 3,5). Precisamente desde una perspectiva bíblica, quisiera mirar nuevamente las aguas del Nilo. Por una parte, en el lecho de este curso de agua se derraman las lágrimas de un pueblo inmerso en el sufrimiento y en el dolor, martirizado por la violencia; un pueblo que puede rezar como el salmista: «Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar» (Sal 137,1). Las aguas del gran río, en efecto, recogen el llanto desgarrado de vuestra comunidad, el grito de dolor por tantas vidas destrozadas, el drama de un pueblo que huye, la aflicción del corazón de las mujeres y el miedo impreso en los ojos de los niños.

Pero, al mismo tiempo, las aguas del gran río nos evocan la historia de Moisés y, por eso, son signo de liberación y de salvación. Moisés, de hecho, fue salvado de las aguas y, al haber conducido a los suyos por el Mar Rojo, se convirtió en instrumento de liberación, icono del auxilio de Dios que ve la opresión de sus hijos, escucha sus gritos y baja a liberarlos (cf. Ex 3,7). Contemplando la historia de Moisés, que guio al Pueblo de Dios por el desierto, preguntémonos qué significa ser ministros de Dios en una historia marcada por la guerra, el odio, la violencia y la pobreza. ¿Cómo ejercitar el ministerio en esta tierra, a lo largo de la orilla de un río bañado por tanta sangre inocente, mientras que los rostros de las personas que se nos confían están surcados por lágrimas de dolor?

Para intentar responder, quisiera concentrarme en dos actitudes de Moisés: la docilidad y la intercesión.

Lo primero que nos impacta de la historia de Moisés es su docilidad a la iniciativa de Dios. Pero no debemos pensar que siempre haya sido así; en un primer momento pretendió llevar adelante por su cuenta el esfuerzo por combatir la injusticia y la opresión. Habiendo sido salvado por la hija del faraón en las aguas del Nilo, cuando ya había descubierto su identidad se conmovió por el sufrimiento y la humillación de sus hermanos, tanto que un día decidió hacer justicia por sí mismo, hiriendo de muerte a un egipcio que maltrataba a un hebreo. Sin embargo, después de este episodio tuvo que escapar y permanecer muchos años en el desierto. Allí experimentó una especie de desierto interior: había pensado afrontar la injusticia sólo con sus fuerzas y ahora, como consecuencia, se había convertido en un fugitivo; tenía que esconderse, vivir en soledad y experimentar el amargo significado del fracaso. ¿Cuál había sido el error de Moisés? Pensar que él era el centro, contando solamente con sus propias fuerzas. Pero, de ese modo, se había quedado prisionero de los peores métodos humanos, como el de responder a la violencia con más violencia.

Algo parecido nos puede pasar también en nuestra vida como sacerdotes, diáconos, religiosos y seminaristas: en el fondo, pensamos que nosotros somos el centro, que podemos confiar —si no en teoría, al menos en la práctica— casi exclusivamente en nuestras propias habilidades; o, como Iglesia, pensamos dar respuestas a los sufrimientos y a las necesidades del pueblo con instrumentos humanos, como el dinero, la astucia, el poder. En cambio, nuestra obra viene de Dios. Él es el Señor y nosotros estamos llamados a ser dóciles instrumentos en sus manos. Moisés aprendió esto cuando, un día, Dios fue a su encuentro, apareciendo «en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza» (Ex 3,2). Moisés se dejó atraer, dio espacio al asombro, adoptó una actitud dócil para dejarse iluminar por la fascinación de ese fuego, ante el cual pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?» (v. 3). Esta es la docilidad que se necesita en nuestro ministerio: acercarnos a Dios con asombro y humildad, dejarnos atraer y orientar por Él; para que confiemos en su Palabra antes de usar nuestras palabras, para que acojamos con mansedumbre su iniciativa antes de centrarnos en nuestros proyectos personales y eclesiales; pues la primacía no es nuestra, sino de Dios.

Este dejarnos modelar dócilmente es lo que nos hace vivir el ministerio de manera renovada. Ante el Buen Pastor, comprendemos que no somos los jefes de una tribu, sino pastores compasivos y misericordiosos; que no somos los dueños del pueblo, sino siervos que se inclinan a lavar los pies de los hermanos y las hermanas; que no somos una organización mundana que administra bienes terrenos, sino la comunidad de los hijos de Dios. Entonces, hagamos como Moisés en la presencia de Dios: quitémonos las sandalias con humilde respeto (cf. v. 5), despojémonos de nuestra presunción humana, dejémonos atraer por el Señor y cultivemos el encuentro con Él en la oración; acerquémonos cada día al misterio de Dios, para que queme la maleza de nuestro orgullo y de nuestras ambiciones desmedidas y nos haga humildes compañeros de viaje de las personas que se nos encomiendan.

Purificado e iluminado por el fuego divino, Moisés se convierte en instrumento de salvación para sus hermanos que sufren; la docilidad a Dios lo hace capaz de interceder por ellos. Esta es la segunda actitud de la que quisiera hablarles: la intercesión. Moisés hizo experiencia de un Dios compasivo, que no permanece indiferente frente al clamor de su pueblo y desciende a liberarlo. Es hermoso este verbo: descender. Dios, por su condescendencia hacia nosotros, vino entre nosotros hasta asumir en Jesús nuestra carne, experimentar nuestra muerte y nuestros infiernos. No deja de descender para levantarnos. Quien es un experimentado de Él, está llamado a imitarlo. Eso hace Moisés, que “desciende” entre los suyos. Lo hará más veces durante el paso por el desierto. Él, en efecto, en los momentos más importantes y difíciles, sube y baja del monte de la presencia de Dios para interceder por el pueblo, es decir, para entrar en su historia y acercarlo a Dios. De hecho, interceder «no quiere decir simplemente “rezar por alguien”, como casi siempre pensamos. Etimológicamente significa “dar un paso al medio”, o sea, dar un paso para ponernos en medio de una situación» (C.M. MARTINI, Diccionario Espiritual, Madrid, 1997). Interceder es, por tanto, descender para ponerse en medio del pueblo, “hacerse puentes” que lo unen con Dios.

A los pastores se les pide que desarrollen precisamente este arte de “caminar en medio”: en medio de los sufrimientos y las lágrimas, en medio del hambre de Dios y de la sed de amor de los hermanos y hermanas. Nuestro primer deber no es el de ser una Iglesia perfectamente organizada, sino una Iglesia que, en nombre de Cristo, está en medio de la vida dolorosa del pueblo y se ensucia las manos por la gente. Nunca debemos ejercitar el ministerio persiguiendo el prestigio religioso y social, sino caminando en medio y juntos, aprendiendo a escuchar y a dialogar, colaborando entre nosotros ministros y con los laicos. Quisiera repetir esta palabra importante: juntos. Obispos y sacerdotes, sacerdotes y diáconos, pastores y seminaristas, ministros ordenados y religiosos, siempre en el respeto de la maravillosa especificidad de la vida religiosa. Tratemos de vencer entre nosotros la tentación del individualismo, de los intereses de parte. Es muy triste cuando los pastores no son capaces de comunión, ni logran colaborar entre ellos, ¡incluso se ignoran! Cultivemos el respeto recíproco, la cercanía, la colaboración concreta. Si eso no sucede entre nosotros, ¿cómo podemos predicarlo a los demás?

Volvamos a Moisés y, para profundizar en el arte de la intercesión, miremos sus manos. A este respecto, la Escritura nos ofrece tres imágenes: Moisés con el bastón en sus manos, Moisés con las manos extendidas y Moisés con las manos alzadas al cielo.

La primera imagen, la de Moisés con el bastón en sus manos, nos dice que él intercede con la profecía. Con ese bastón realizará prodigios, signos de la presencia y del poder de Dios, en cuyo nombre está hablando, denunciando a voz en grito el mal que sufre el pueblo y pidiendo al faraón que lo deje partir.

Hermanos y hermanas, para interceder en favor de nuestro pueblo, también nosotros estamos llamados a alzar la voz contra la injusticia y la prevaricación, que aplastan a la gente y utilizan la violencia para sacar adelante sus negocios a la sombra de los conflictos. Si queremos ser pastores que interceden, no podemos permanecer neutrales frente al dolor provocado por las injusticias y las agresiones porque, allí donde una mujer o un hombre son heridos en sus derechos fundamentales, se ofende a Cristo. Me alegró escuchar en el testimonio del Padre Luka que la Iglesia no deja de llevar adelante un ministerio que es al mismo tiempo profético y pastoral. ¡Gracias! Gracias porque, si hay una tentación de la que tenemos que cuidarnos, es la de dejar las cosas como están y no interesarnos por las situaciones a causa del miedo a perder privilegios y conveniencias.

Segunda imagen: Moisés con las manos extendidas. Él, dice la Escritura, «extendió su mano sobre el mar» (Ex 14,21). Sus manos extendidas son el signo de que Dios está a punto de obrar. Más tarde, Moisés sostendrá entre sus manos las tablas de la Ley (cf. Ex 34,29) para mostrarlas al pueblo; sus manos extendidas indican la cercanía de Dios que está obrando y que acompaña a su pueblo. Para liberar del mal no es suficiente la profecía; es necesario extender los brazos hacia los hermanos y hermanas, apoyar su camino. Podemos imaginar a Moisés que indica el recorrido y estrecha las manos de los suyos para animarlos a seguir adelante. Durante cuarenta años, como anciano, permanece junto a los suyos; esta es la cercanía. Y no fue una tarea fácil; a menudo tuvo que alentar a un pueblo abatido y cansado, hambriento y sediento, que se dejaba arrastrar por la murmuración y la pereza. Y para ejercitar esa tarea también tuvo que luchar consigo mismo, porque, en algunas ocasiones, vivió momentos de oscuridad y desolación, como aquella vez que le dijo al Señor: «¿Por qué tratas tan duramente a tu servidor? ¿Por qué no has tenido compasión de mí, y me has cargado con el peso de todo este pueblo? […] Yo solo no puedo soportar el peso de todo este pueblo: mis fuerzas no dan para tanto» (Nm 11,11.14). Sin embargo, Moisés no se retiró; siempre cerca de Dios, nunca se alejó de los suyos. También nosotros tenemos esta tarea: extender las manos, levantar a los hermanos, recordarles que Dios es fiel a sus promesas, exhortarlos a seguir adelante. Nuestras manos han sido “ungidas por el Espíritu” no sólo para los ritos sagrados, sino para alentar, ayudar, acompañar a las personas a salir de aquello que las paraliza, las encierra y las vuelve temerosas.

Por último —tercera imagen— las manos alzadas al cielo. Cuando el pueblo cayó en el pecado y se construyó un becerro de oro, Moisés subió de nuevo al monte —¡pensemos cuánta paciencia!— y pronunció una oración que es una auténtica lucha con Dios para que no abandone a Israel. Llegó a decir: «Este pueblo ha cometido un gran pecado, ya que se han fabricado un dios de oro. ¡Si tú quisieras perdonarlo, a pesar de esto…! Y si no, bórrame por favor del Libro que tú has escrito» (Ex 32,31-32). Se pone del lado del pueblo hasta el final, alza la mano en su favor. No piensa en salvarse solo, no vende al pueblo por sus propios intereses. Intercede, lucha con Dios; mantiene los brazos alzados en oración, mientras que sus hermanos combaten en el valle (cf. Ex 17,8-16). Sostener con la oración ante Dios las luchas del pueblo, atraer el perdón, administrar la reconciliación como canales de la misericordia de Dios que perdona los pecados; esa es nuestra tarea como intercesores.

Queridos hermanos y hermanas, estas manos proféticas, extendidas y alzadas cuestan trabajo. Ser profetas, acompañantes, intercesores, mostrar con la vida el misterio de la cercanía de Dios a su Pueblo puede requerir dar la propia vida. Muchos sacerdotes, religiosas y religiosos —lo hemos escuchado en el testimonio de Sor Regina— fueron víctimas de agresiones y atentados donde perdieron la vida. En realidad, su existencia la ofrecieron por la causa del Evangelio y su cercanía a los hermanos y hermanas nos dejan un testimonio maravilloso que nos invita a proseguir su camino. Podemos recordar a san Daniel Comboni, que con sus hermanos misioneros realizó en esta tierra una gran labor evangelizadora. Él decía que el misionero debía estar dispuesto a todo por Cristo y por el Evangelio, y que se necesitaban almas audaces y generosas que supieran sufrir y morir por África.

Pues bien, yo quisiera agradecerles por lo que hacen en medio de tantas pruebas y fatigas. Gracias, en nombre de toda la Iglesia, por su entrega, su valentía, sus sacrificios y su paciencia. Les deseo, queridos hermanos y hermanas, que sean siempre pastores y testigos generosos, cuyas armas son sólo la oración y la caridad, que se dejan sorprender dócilmente por la gracia de Dios y son instrumentos de salvación para los demás; profetas de cercanía que acompañan al pueblo, intercesores con los brazos alzados. Que la Virgen Santa los cuide. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí.

ACI Prensa

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