Lo Pequeño Revela a Dios

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Padre Andrés Bravo

P. José Andrés Bravo H. 

Quizás me dirán que me conformo con poco, pero fue una gracia maravillosa haber podido besar las débiles manos de la Madre Teresa de Calcuta (fue un encuentro brevísimo, un pedacito de mi historia). ¿Es dificil entender que el Todopoderoso se acerca a nosotros en lo más insignificante a los ojos del mundo? San Pablo sólo lo aceptó cuando “cayó en tierra” (Hch 9,4). Es decir, cuando se reconoció humilde y débil. Entonces fue cuando escuchó la voz del Señor que se identificaba con los perseguidos por la fe. Sí, sólo lo comprenderemos cuando nos despojemos de nuestras investiduras que nos hacen sentir poderosos y grandes. Es esto precisamente lo que Jesús enseña con su vida y sus palabras (cf. Mc 9,30-37): “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe”.

A lo largo de la Historia de la Salvación, Dios se revela en la pequeñez. El portador de la Revelación Divina, Israel, no es un pueblo grande ni poderoso, por el contrario, pequeño y fue escogido por su pequeñez: “No porque seas el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahvéh de ustedes y les ha elegido, pues eres el menos numeroso de todos los pueblos” (Dt 7,7). Sin embargo, es Israel el Pueblo con quien Dios comienza su proyecto para salvar a toda la humanidad. Y cuando elige a personas para el servicio de la Salvación, las busca entre los menos favorecidos por la sociedad: Abel, Abraham, Jacob, Moisés, David, los Profetas, entre otros. Es la Virgen, Madre de Dios, quien canta este hermoso misterio: “Ha mirado la pequeñez de su Sierva (…), dispersó a los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes” (Lc 1,48-52).

El Misterio de la Encarnación es interpretado por San Pablo como un Dios “que se despojó de sí mismo tomando condición de Siervo haciéndose semejante a los hombres” (Filp 2,7). ¿Quién podría pensar en la grandeza de un Niño acostado en un pesebre, hijo de una joven y un carpintero pobre, en un pueblito insignificante como Belén, sin un sitio digno donde nacer? Pero, es el Salvador de la Humanidad, ante quien “toda rodilla se dobla en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Filp 2,10). Es el que “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filp 2,8). Es Aquél que exclama entusiasmado: “Yo te bendigo Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Pequeños con quienes se identifica: “…que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 25,40), y con quienes identifica también su Reino. No es extraño, entonces, que Jesús nos enseñe que debemos recibirle con la actitud infantil de quien se sabe necesitado. No se trata sólo de recibirle como a un niño, sino que nos invita a ser como ellos para gozar de su Reino (cf. Mc 10,15).

Jesús nos enseña así a vivir el servicio humilde que es lo que de verdad nos hace grande a sus ojos. Es éste el testimonio de la Santa de Calcuta, contado por ella misma: “Sin saber cómo, un niño de cuatro años había oído que la Madre Teresa se había quedado sin azúcar. Se fue a su casa y les dijo a sus padres que no comería azúcar durante tres días para dárselo a la Madre Teresa. Sus padres lo trajeron a nuestra casa. Entre sus manitas tenía una pequeña botella de azúcar, lo que no había comido. Aquel pequeño me enseñó a amar. Lo más importante no es lo que damos, sino el amor que podamos dar”.

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