Queridos hermanos,
Después de las fiestas navideñas, entramos en el camino ordinario de la vida. Es en este camino que estamos llamados a encontrarnos con Jesús. Aunque es un domingo ordinario, sin embargo, no hacemos lectura del evangelio de Marcos sino de S. Juan. El texto nos presenta el momento en que Juan Bautista reconoce a Jesús y se lo señala a dos de sus discípulos y todo lo que se desencadena a partir de este testimonio.
Juan inicia su evangelio con dos grandes prólogos por medio de los cuales nos presenta a Jesús. El primer prólogo, nos presenta a Jesús como el Hijo de Dios, como Palabra que existía desde la eternidad. El segundo nos narra cómo esa Palabra, por designio del Padre, se hizo hombre y vino a habitar entre los hombres, cómo se van encontrando con él sus primeros discípulos y a través de ellos todos los creyentes. La narración de hoy se centra en el llamado de los tres primeros discípulos.
Todo arranca cuando Juan Bautista reconoce a Jesús cuando pasaba por allí y lo señala con un título misterioso: “Este es el cordero de Dios”. Para eso había sido enviado precisamente Juan. Así lo había predicho su padre Zacarías, desde su mismo nacimiento (Lc 1,76-77). Ese día Juan estaba llevando a cabo la razón de ser de su vida y de su vocación. Ya él había dicho que el Mesías se encontraba en medio de su pueblo (Jn 1,26). Había llegado el día y la hora. El esposo que venía a casarse con su pueblo y él, Juan, su amigo, que ha estado a su lado y lo ha escuchado, se alegra al oír la voz del esposo. Al identificarlo y señalarlo a sus dos discípulos, su alegría ha llegado a su plenitud; ya puede retirarse. Que resuene la palabra, que disminuya la voz (Cf Jn 29-30). No tardará mucho en ser arrestado, encarcelado y decapitado en una de las tantas fiestas de Herodes.
Se inaugura así el ministerio de Jesús y con él, una nueva etapa en la historia de la salvación. La Palabra del Padre desciende entre los hombres para encontrarse con ellos, conversar familiarmente con ellos, invitarlos a entrar en su casa y quedarse con Él para siempre. Ya está entre los hombres, el Hijo de Dios hecho hombre para llevar a cabo él también los designios salvadores de su Padre. La carta a los Hebreos, le aplica al Verbo Encarnado las palabras del salmo 39 que acabamos de recitar en el Salmo interleccional: “Abriste mis oídos a tu voz y te dijo: Aquí estoy, Señor, como en el Libro está escrito de m. Deseo cumplir tu voluntad, Dios mío, llevo tu enseñanza en mis entrañas” (Sal 39,7-9; He 10, 5-10) .
Volvamos a nuestros dos discípulos. Tras el testimonio de Juan, se lanzan tras ese cordero que quita el pecado del mundo. Ellos hasta ahora habían escuchado la voz. Ahora se encuentran con la Palabra e inician un diálogo con ella. La Palabra los oye, les contesta y a su vez los interroga. Así se inicia el gran diálogo salvador de Jesús, Palabra encarnada, con la humanidad. Diálogo que continúa hoy y se prolongará hasta el fin de los tiempos. El momento del juicio final será también un diálogo y allí se revelará la esencia y la finalidad de ese diálogo. Es un diálogo de amor. El los lleva consigo. Maestro, ¿dónde vives? – “Vengan y verán”. Los introduce en su casa y permanecen con él. Vengan y verán. Primero vengan, síganme, caminen detrás de mí y a medida que estén conmigo, que permanezcan conmigo entonces verán. Solo dentro de la vivencia de una experiencia cristiana se da con mayor plenitud la inteligencia del misterio cristiano
Los hombres de este tiempo hemos invertido el orden de las palabras. Decimos: primero quiero ver para poder ir detrás de ti. Dame pruebas, dame señales y entonces si me convences yo te sigo. Pero el secreto de esta experiencia está en seguir primero al Señor y en la medida que lo sigamos es que seremos capaces de ver con claridad que es allí con él, en su casa, en su compañía que debemos permanecer para siempre. Solo así seremos capaces de descubrir la verdadera imagen del Dios cristiano y también la consiguiente imagen de nosotros los hombres y el camino que nos corresponde recorrer en esta vida.
Esa inmensa asociación de Dios con la humanidad que Juan llama un desposorio, es un encuentro, una experiencia de seguimiento, de revelación y de permanencia. Así la resumirá el apóstol Juan en su primera carta: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). ¿Quién no se acuerda de las luminosas palabras que figuran al inicio de la encíclica del Papa Benedicto sobre la Caridad?: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética (yo quiero ser bueno), o una gran idea (Dios el relojero de la creación de los deístas), sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y con ello, su orientación definitiva” (DCE 1b; cfr. DA 12).
La vocación humana y con mayor razón la vocación cristiana se puede considerar en su núcleo fundamental como una búsqueda de esa persona, de ese amor que da plenitud a la vida. Buscarlo con todo el ardor hasta encontrarlo para no soltarlo jamás. Se puede aplicar a esta aventura, la única y verdadera gran aventura de nuestra vida, la hermosa poesía del Cantar de los Cantares: “En mi cama por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo buscaba y no lo encontraba. Me levantaré y rondaré por la ciudad por las calles y las plazas, buscaré al amor de mi alma. Lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los centinelas que hacen ronda por la ciudad: ¿Han visto al amor de mi alma? En cuanto los hube pasado, encontré el amor de mi alma. Lo abracé y no lo soltaré nunca más” (Cant. 3,1-4).
Del testimonio de ese encuentro surge la misión. Inmediatamente después de haber vivido esta experiencia, Andrés sale en busca de su hermano Simón: “¡Hemos encontrado el Mesías! Y lo llevó donde estaba Jesús. Ese es el sentido de toda misión. El testimonio de una experiencia, de un encuentro que se comparte. Para Juan esa experiencia fue decisiva en su vida. Quedó grabado el día y la hora. Y mucho más tarde cuando escribe a sus comunidades empieza así su carta: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palpado con nuestras manos acerca de la Palabra de vida…eso que hemos visto y oído también se lo anunciamos a ustedes para que vivan en comunión con nosotros y nuestra alegría llegue a plenitud” (1 Jn 1,1-4). Hago mías, en este décimo séptimo aniversario de haber iniciado mi ministerio en Maracaibo, estas luminosas palabras de Aparecida: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29).
El evangelio de Juan, leído al inicio de este año, iniciando el camino del tiempo ordinario, una fuerte invitación a darnos como propósito aceptar nosotros también el testimonio de Juan y el señalamiento que nos hace de Jesús, el Cordero que quita el pecado del mundo, para que nos pongamos decididamente tras sus pasos, iniciemos un diálogo sincero y vital con él, vayamos con él, veamos dónde vive, entremos en su morada, permanezcamos con él para conocerlo a fondo, aprender a amarlo y hacernos uno de los suyos. Y luego, no quedarnos con ese tesoro, sino que salgamos como verdaderos testigos y discípulos misioneros a difundirlo en nuestro entorno. Valen para nosotros ese vigoroso mensaje que el episcopado acaba de dirigir a los venezolanos, que podemos aplicar no solamente a la actitud a asumir ante la dramática situación nacional, sino también ante la propuesta que nos hacen los dos Juanes en este evangelio:
“Ante la dramática situación que afecta a todos, especialmente a los más pobres, hay dos actitudes: la conformista y resignada, de quienes quieren vivir de las dádivas, regalos y asistencialismo populista del gobierno y otra, la de quienes, conscientes de la gravedad de los problemas, buscan instaurar unas condiciones de verdad, justicia e inclusión, aún a riesgo del rechazo y la persecución. La actitud de resignación es paralizante y en nada contribuye al mejoramiento de la situación. Lo positivo y lo eficaz es el compromiso, la esperanza y la solidaridad. ¡Despierta y reacciona, es el momento!, lema de la segunda visita de san Juan Pablo II a Venezuela (1996), resuena en esta hora aciaga de la vida nacional”.
Esta es la misión fundamental que nos entrega la Iglesia a través de la voz del Papa Francisco, de Aparecida y de todo el magisterio actual del episcopado venezolano y que se puede resumir en esta vigorosa invitación de Aparecida: “El reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con JC. No tenemos otro tesoro que éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias” (DA 14)
Sintamos fuertemente esta invitación cuando el presidente de la eucaristía, nos invitará a la comunión con las palabras de Juan el Bautista: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y nosotros contestaremos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya, bastará para sanarme”. Mientras nos acercamos a comulgar revivamos la experiencia de los tres primeros discípulos y dejemos resonar profundamente en nuestro corazón la invitación del Señor a seguirlo y encontrar nuestra dicha en permanecer con él y hacernos sus testigos y pregoneros.
Maracaibo 14 de enero de 2018
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo