El sonido suave de mi celular jamás me había sobresaltado y menos la voz de mi hermano con quien es habitual la comunicación. Pero esta vez sí, mi hermano me dio la noticia directa de que mi mamá acababa de fallecer. Mi cuerpo templó y mi alma se encogió sintiendo que algo se desprendió de mi existencia. Sí, esto es precisamente lo que sucedía en ese momento, alguien muy amado fue arrancado de mí y de mi familia. Muchos me podrían decir que debí estar preparado porque este hecho se acercaba inevitablemente sin poderlo detener.
Dos meses más y cumpliría noventa y cinco años, cerca del siglo de existencia. Yo mismo llegué a pensar que ya no pertenecía a este mundo, poco entendible en una persona que siempre leía la prensa y, sobre todo, los artículos de opinión, los análisis socio-políticos y el ritmo de la historia. Pero los años le indicaban que no era capaz de comprender más por mucho que lo deseaba. Lectora de importantes libros literarios, ya sólo atinaba a acariciarlos. Los rezos mañaneros y los de la hora de la misericordia se le hacían cada vez más difícil. Todavía gozaba de vernos juntos y reunidos alrededor de ella, pero protestaba porque hablábamos alto o todos a la vez. Su presencia fue consciente hasta su último segundo. Nunca me preparé, me llegó golpeando mi alma y lloré como jamás lo había hecho. Fue un llanto consolador, no pude ni quise ocultar mi profunda tristeza, mamá ha partido a la eternidad a encontrarse con su amado esposo después de cincuenta y seis años que él se fue al cielo, con sólo 49 años. Hoy unidos en la casa de Dios Padre, ni la muerte pudo separarlos.
Una semana antes se acostó en su cama, ya no caminó más, ya no podía comer ni hablar bien, como quien se entrega entera para que le hagamos todo. Hacía solo dos días que estuve con ella, siempre consciente, bendiciendo a sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos y a todos los que se acercaban. Le pedí al párroco de mi pueblo que le administrara los últimos sacramentos como generosamente lo hizo. Recibió de él la comunión y le beso las manos porque así acostumbraba bendecir ella. La mañana del día siguiente la visitó un hermano sacerdote con un grupo de laicos de su parroquia. Oraron y cantaron por y con ella y, como siempre, ella les agradecía bendiciéndolos, besándoles las manos. Por la tarde, sus hijas y nietas estaban con ella rezando el rosario hasta que se quedó dormida hasta la eternidad, donde nos espera. Sin dolor ni agonía, se durmió en el Señor.
Mientras que yo celebraba la Eucaristía en una capilla de la ciudad, ofreciendo su vida en el cáliz y la patena de las sagradas ofrendas, que consagraba para el milagro de hacer presente al Salvador con su cuerpo entregado y su sangre derramada por nuestros pecados. Cuando recibí la noticia, ya el Señor estaba en mí para fortalecerme con su gracia. Por eso, aunque mi tristeza es muy profunda, la fe y la esperanza son aún mayores. Mentalmente me dirigí al Señor, a ese Jesús de la Misericordia que tanto amaba mi mamá, para decirle que así como él lloró ante la tumba de su mejor amigo, comprenda mis lágrimas y mi tristeza. Nada hay más consolador que sentir que mi Dios experimentó también estos sentimientos humanos. Él estaba a mi lado, se lo aseguro, así como lo estará con mi mamá por siempre.
No sé como contarles el momento de cuando llegué a mi casa y la vi vestida de socia de la Virgen del Carmen. Pero, otra gracia del Dios misericordioso me arropaba. Las innumerables expresiones de solidaridad y generosidad de familiares y amigos. Los que no estaban presentes, se acercaron por todos los medios que hoy disponemos. Bellas palabras y presencias de muchos, incluso con el sacrificio de trasladarse hasta mi pueblo. Muchas oraciones. Muy pocos momentos sin oración. Un rosario tras otro. Mientras sus nietos se encargaron de todas las dirigencias pertinentes. ¡Dios!, cómo ayuda la cercanía de mi familia, de mis amigos, de mis hermanos sacerdotes y de mis pastores, el Arzobispo de Maracaibo que presidió la Eucaristía. Como si fuera el mismo Señor quien me consolaba, así sentí la cercanía de mis amigos y hermanos que viven en otros lugares del país y del mundo. Sólo me sale de lo más íntimo de mí ser un gran agradecimiento por ser tan generosos. Incluso, llegué a soñar que una buena señora que partió al cielo poco tiempo antes, con quien compartí mucho por ser muy cercano a sus hijos e hijas, apóstoles juveniles, me abrazaba para consolarme con palabras sencillas, llenas de amor sincero.
La Eucaristía celebrada en el templo del pueblo fue para mí y mi familia muy consoladora, nos llenó de paz. La sepultamos con su amado esposo, mi papá. Ahí la dejamos, a los dos unidos como siempre, así como lo están verdaderamente en comunión con la Trinidad Santísima. Mi mamá ha trascendido la historia y está ahora en la eternidad. El Dios bendito nos siga ayudando a no sufrir su ausencia, tenerla siempre y sentir que bendice la cena de la noche de Navidad y de Año Nuevo. Besándonos y abrazándonos mientras nos bendice a cada uno. Así como ella hizo que nunca mi papá estuviera ausente de casa, a pesar que se adelantó muy temprano a su partida al cielo, así nosotros lograremos que los dos sigan estando con nosotros, que la casa jamás esté vacía.
Gracias, mamá, por tu existencia entregada con amor a nosotros. Por tanto sacrificio, por tanto trabajo, por tantas angustias que viviste por nosotros. Hiciste un buen trabajo, nos ayudaste a estudiar y a hacer nuestras tareas escolares, nos cuidaste con esmero y con dedicación extrema, nos mantuviste unidos y solidarios entre nosotros, nos acompañaste en las malas y en las buenas, te alegraste con nuestra alegría y lloraste con nuestra tristeza, acogiste a los demás y nos enseñaste a ser amigos de verdad, quisiste a nuestros amigos y nos advertiste de los que no nos convenían. Eras sabia, mamá. Estaremos tranquilos de saber que, como muchas veces dijiste que eres la más feliz, de saberte en comunión con Dios, gozando del banquete eterno de su amor. Espéranos ahí. Hasta la eternidad, mamá. Te amamos cada vez más.
Maracaibo, 16 de diciembre de 2017
Natalicio de mi Mamá (16/12/1922)