Caminar o morir: El drama de los migrantes venezolanos

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Enfrentarse a un nuevo monstruo llamado miedo o quedar paralizados observando cómo la vida les pasa en medio del hambre

Caminar o morir. Enfrentarse a un nuevo monstruo llamado miedo o quedar paralizados observando cómo la vida les pasa en medio del hambre. Eso es lo que mueve a un venezolano a caminar más de 700 kilómetros en un país que le es completamente desconocido.

La mañana del martes, entre Bochalema y La Laguna, 30 venezolanos, repartidos en tres bloques, caminaban como zombis detrás de un futuro incierto. 

Todos dejaron atrás a su país y a su familia. Decidieron enfrentarse a lo desconocido, huir del sufrimiento que se les enciende al ver con hambre a los suyos y fugársele al desespero que sentían cuando todo a su alrededor se convertía en un caos.

‘Llevamos la vida en nuestros hombros’

Juan González es valenciano, tiene 50 años y lleva más de dos días caminando desde La Parada (Villa del Rosario).

Su meta es llegar a Bucaramanga; otros que le acompañan tienen como destino Bogotá, Medellín y Pasto. A esta última ciudad llegan de paso, antes de cruzar rumbo a Perú. Junto a él recorren la carretera 15 compatriotas más, trece hombres y dos mujeres.

Hasta la mañana del martes, el recorrido apenas llegaba a la entrada del municipio de Bochalema.

En ese momento, la lluvia no cesaba; los pasos para espantar el frío y seguir el camino, tampoco.

Todos cargaban sobre sus espaldas lo único a lo que se aferran: sus maletas.

“Llevamos la vida en nuestros hombros. Tenemos harina, atún, panelón (panela) y una cobija. Cocinamos donde nos dejen hacerlo. Salimos por la búsqueda de bienestar. Yo soy un hombre mayor y te imaginarás que no llevo rumbo, solo en donde encuentre un trabajo, ahí me quedaré hasta que no haya más nada por hacer”, contó González.

El hombre, que trabajó por 5 semanas en el hogar de paso de La Parada, decidió moverse de esa zona fronteriza por miedo a que lo devolvieran a su país.

“Era colaborador y tenía diario dos comidas fijas y una que otra donación de ropa que me hacían. Pero empezaron a ponerse las cosas mal. Ya era necesario el pasaporte para poder colaborar y entonces con otros decidimos migrar”.

Y añadió: “la vida que estamos llevando no la vive ni un perro. El trabajo y la deshonra de salir de su tierra por no morir de hambre, es duro. Más duro que el frío nocturno que intenta carcomer mis huesos, porque los pensamientos de derrota a veces quieren adueñarse de mi alma. Y es más duro, porque cuando intentas retroceder no puedes, pues si no cargas dinero para seguir hacia adelante, ahora mucho menos para regresar”, dijo González, el más viejo de este primer grupo.

Como él, también piensa Víctor Chacón, otro venezolano de 22 años, quien trabajaba hasta hace unas semanas en la Industria Venezolana de Cemento.

“Solo llevaba dos semanas en La Parada, llegué con lo que me dieron de liquidación y esos ‘reales’ (bolívares) no alcanzaron ni pa’ un solo día sobreviviendo en Colombia. Fue ahí cuando me conocí con muchos de los que estamos acá y nos dijimos que si íbamos a pasar hambre estancados, era preferible hacerlo caminando en busca de algo mejor”, aseguró Chacón.

‘El trabajo no me alcanzaba ni para un par de medias’

Más arriba, por el sector conocido como El Oasis, a otros ocho venezolanos caminar, también se les convirtió en el anhelado regreso a la libertad.

Son hombres y jóvenes. Todos se encontraron en el camino. De ellos, solo 2 tienen pasaporte, el resto porta la Tarjeta de Movilidad Fronteriza, que esperan les facilite su entrada a otras ciudades de Colombia.

Para Alejandro Rodríguez, un maracucho de apenas 19 años, esta es su segunda caminata. La primera la hizo el año pasado en septiembre y llegó hasta Bucaramanga, donde encontró trabajo en un cafetal. En diciembre, con el dinero que ahorró, volvió a su casa en Maracay, le llevó comida a su familia y pudo sostenerse por varias semanas. Pero ahora le llegó el tiempo de regresar.

“Necesito volver a encontrar trabajo y poder ayudar a los míos. En mi casa quedaron nostálgicos, pero la bendición de mi mamá cuando salí es la que me cuida, Dios sabe que salgo adelante es por ellos”, contó Rodríguez.

Para Ronald Álvarez, oriundo de Acarigua, estado Portuguesa, verse en medio de la escasez lo obligó a salir de su tierra.

“Trabajaba en todo lo que podía y aún así ya tenía como dos años que no me compraba ni un par de medias, andaba con dos pares a los que remendaba para no quedarme sin qué ponerme. Verme en esa situación me llevó a tomar mis pocos trapos y venirme a Cúcuta”, contó el hombre.

A Pablo Rodríguez, también de Portuguesa y de profesión chofer y mecánico, su estadía en Colombia ha significado, en algunos casos, rechazo por los que sienten miedo ante su presencia.

“Solo tengo por decir que un malandro (ladrón) no se va a poner a caminar días y días para sobrevivir, ese ‘man’ si quiere algo va y lo roba y luego lo vende y así vive. Pero nosotros estamos es con la mentalidad de trabajar, nada de vagancia ni de malos pasos”, aclaró.

‘Prometo enviar dinero para que viajen en bus’

A diez kilómetros, en La Laguna, donde el frío que cala hasta los huesos pone a tiritar los cuerpos, iban Jesús, María y Julio; cuatro venezolanos más les acompañaban.

“Me llamo Jesús. Quisiera decir con orgullo que a mis 23 años se me dio por aventurarme y salir a recorrer Colombia caminando. Pero no es una aventura, en el fondo esto es una salida en busca de prosperidad. La misma prosperidad que mis padres me contaron que vivieron hace muchos años, ahora la veo en Colombia. Acá la gente, a pesar de todo, es feliz, en Venezuela el que se queda es porque es rico y quiere gastar su dinero pagando el doble o triple por todo”, dijo el joven que trabajaba en su país en una dulcería y como vigilante.

María Escobar es de Valencia y camina junto a su novio.

Julio es el veterano del grupo; todos (los 8 integrantes) de cariño, le dicen ‘cucho’, incluyendo sus dos hijos, a quien logró traérselos con él, pero dejó en Pamplona junto a su mujer.

“Prometí que trabajaría duro para enviarles dinero y que puedan viajar en bus; ni ella ni los chiquitines aguantan esto”, dijo quien hasta hace dos meses trabajaba en Pamplona como ayudante de obra pero tuvo que salir por falta de una nueva oportunidad.

“Haberlos traído significaba un fracaso seguro. El frío es aterrador. La comida no es constante, solo lo que nos brinde la gente. Después de dos días y medio de camino lo que traíamos se va acabando; por eso nos toca pedir para poder seguir”, dijo Julio.

Este grupo contó con la fortuna de que los policías que se encontraron en el camino les dejaran seguir su rumbo bajo una sola advertencia.

“No queremos oír quejas de ustedes. Si nos llegan a llamar y a reportar algún chicharrón por culpa de ustedes, ahí mismo les envío dos patrullas y los devolvemos de inmediato para su país”, les dijo un policía luego de requisarles las maletas, prenda por prenda.