Mercedés Malavé.-
“Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios” dijo Jesús a sus discípulos, afirmando que los deberes religiosos son compatibles con los deberes ciudadanos; van en paralelo, no son dos exigencias contradictorias ni rivalizan mutuamente. A simple vista suena bien y fácil de vivir.
Pero a medida que transcurre la historia de la humanidad, la inequidad y la injusticia social entre los hombres ha ido aumentando de manera constante. Ningún sistema político ni modelo económico ha logrado erradicar la pobreza, cumpliéndose a la letra la otra sentencia de Jesús: “a los pobres siempre los tendréis con vosotros”. Por una misteriosa razón de desigualdad natural entre las personas, algunas logran superarse y ser exitosas mientras que otras, por el contrario, van siendo marginadas, no logran superarse materialmente, se empobrecen y pasan necesidad. Además, nos quedaríamos cortos en el diagnóstico si no incluyéramos entre los necesitados a los seres humanos que se quedan solos y desatendidos aún teniendo recursos económicos, porque les falta el recurso más esencial: el cariño y la compañía de personas queridas.
Desde sus orígenes los cristianos se han ocupado de asistir a los hambrientos, a los desamparados, a los enfermos, a los moribundos, a los ancianos, a los pobres y marginados. Forma parte de las obras de misericordia dar de comer, vestir, curar, acompañar y ayudar a cualquier persona necesitada. En realidad, se trata de un compromiso ético-moral de carácter universal; por eso, la doctrina social de la iglesia más que un planteamiento político o económico es un imperativo moral: “Parte importante de la moral son los deberes que hacen referencia al bien común de todos los hombres, de la patria en la que vivimos, de la empresa en la que trabajamos, de la vecindad de la que formamos parte, de la familia que es objeto de nuestros desvelos, sea cual sea el puesto que en ella ocupemos. No es cristiano, ni humano, considerar estos deberes sólo en la medida en que personalmente nos son útiles o nos causan un perjuicio”, dice el padre Fernández Carvajal .
La Iglesia, sin hacer uso de ningún poder de coacción o castigo físico, sino apelando a la conciencia de hombres y mujeres, siempre ha motivado las obras de caridad y la cooperación solidaria entre los miembros de la sociedad. Tan eficaz ha sido en su acción humanitaria, y tan solidaria, que hoy podemos decir que gracias al Cristianismo existen los hospitales, las escuelas, las misiones indígenas, los refugios, los ancianatos, los cuidados paliativos, hasta llegar a los hogares promovidos por la obra de la Madre Teresa de Calcuta para acoger a los más pobres: a los pobres de los pobres.
Pero la Iglesia también tiene un mensaje que transmitir a los empresarios, a los políticos y a los poderosos del mundo. En su experiencia de siglos ha comprobado cómo hay sistemas que contribuyen al desarrollo de la dignidad humana, mientras que otros tienden a denigrarla. Por eso, condena en numerosas ocasiones el marxismo, sistema totalitario de alienación materialista, y también advierte reiteradamente los excesos del capitalismo y el liberalismo cuando promueven la acumulación de la riqueza en pocas manos, y cuando se obstinan en imponer estilos de vida altamente individualistas, egoístas, lo cual constituye otra forma de alienación. Algunos principios claves brotan de su experiencia de siglos: el deber de solidaridad, de subsidiariedad (los grandes deben ayudar a los pequeños), políticas asistenciales que no generan dependencias porque están fundadas en la formación y educación para el trabajo, derecho a formar cooperativas, gremios y sindicatos, el derecho a huelga, etc.
Al contrario de otros sistemas o teorías socioeconómicas, la doctrina social de la iglesia es una vivencia y un conjunto de experiencias que se han recogido bajo este nombre. Por eso no es un idealismo ni pretende ser un sistema perfecto. Lo que busca es fomentar una serie de hábitos de cooperación mutua entre las personas y entre los pueblos, a fin de suavizar la convivencia humana. Porque la justicia es la virtud social por excelencia, y la Iglesia lo sabe por experiencia de sobra. Se opone a la justicia, en primer lugar, el desinterés por los problemas ajenos, la desigualdades exageradas, el abandono, el desecho de algunas personas que se consideran poco útiles o productivas, la discriminación, la revancha, la venganza, los trabajos poco dignos, un salario que no alcance para vivir bien, la explotación laboral, el tratar a los ciudadanos como mendigos y tantas otras actitudes que abundan hoy en nuestro país. Es tarea de todos fomentar en la conducta personal los principios de la doctrina social de la Iglesia
Seguiremos tocando fondo.