El dinero enviado por la diáspora representa la única buena noticia económica para Venezuela, publica El Mundo.
La familia de Ana hoy está de fiesta en Venezuela. La joven de 26 años, que emigró a Madrid hace 15 meses huyendo del derrumbe venezolano (el PIB ha caído 40% desde la llegada de Nicolás Maduro al poder), ahorró 65 euros de su sueldo para enviárselos a su madre. Convertidos en 14 millones de bolívares han hecho mercado, incluso compraron sardinas en Viernes Santo, pese a que la Iglesia Católica ha dado “permiso” para pecar ante los precios disparatados del pescado.
“Busco la mejor oferta en Facebook, les deposito los euros y ellos transfieren a la cuenta de mi madre en Aragua tras quedarse unos buenos intereses”, confiesa esta dependienta, que trabaja en una tienda de ropa de la periferia de la capital.
Las remesas que envía hoy la diáspora venezolana a sus familiares por fuera de los canales oficiales y a través de agencias virtuales, en su mayoría, son un auténtico salvavidas porque el mar de su vida es hoy una tormenta que nunca se calma. Desaparecida la clase media y aplastada la clase popular, el dinero del exterior funciona de forma muy parecida a los dólares en Cuba, el otro territorio de la “felicidad suprema”: quien tiene pesos convertibles, o dólares, vive mejor, pero quien solo cobra pesos cubanos, o bolívares, sobrevive a duras penas.
El 14% de los venezolanos recibió algún tipo de remesa durante el año pasado, según la encuestadora Datos. Según DatinCorp, casi el 60% de los hogares tienen un familiar en el exterior.
Los emigrantes más asentados envían más (42% desde Europa, sobre todo España; 40% desde EEUU) mientras que los últimos en marchar al subcontinente supone un 12% del total. Es imposible calcular la cuantía total de lo enviado, ya que los canales son opacos, pero economistas se atreven a calcular que ya llega a 1.500 millones de dólares en 2017 con tendencia a crecer y crecer este año. La masiva ola migratoria a países del continente comenzará a dar frutos muy pronto.
Como Eduardo Ruiz, antiguo funcionario público represaliado por el oficialismo al negarse a votar en los comicios para la Asamblea Constituyente. Ya lleva tres meses en Chile, donde trabaja algunas horas como vigilante jurado. Pese a vivir con muchas apreturas, ha enviado 50 dólares a su madre en Caracas.
El realismo trágico bolivariano provoca situaciones insólitas, como la que se vive en la fronteriza Cúcuta. En esa ciudad colombiana la cola más larga después de la que se origina sobre el Puente Internacional Simón Bolívar se estira frente a los tres Western Union. Y en las tres, desde la madrugada hasta el cierre solo se habla con acento gocho (de la fronteriza Táchira), merideño o incluso caraqueño.
El control de cambios impuesto por Hugo Chávez hace 15 años les impide a todos ellos recibir el dinero de sus remesas directamente en Venezuela. Uno de los caminos es pasar a Colombia para retirar la plata, como llaman los criollos a lo que hoy tanto añoran, ya sea porque no hay efectivo o porque desaparece de entre sus manos por culpa de la hiperinflación.
La impaciencia se mezcla con el hastío, pero vale la pena esperar, porque con este canal se ahorran los “mordiscos” de las agencias virtuales. La media de lo que aquí se recibe oscila entre 50 y 150 dólares, lo que da para muchos bolívares: al cambio de hoy restadas comisiones, equivale a casi 18 millones de bolívares. O lo que es igual, a 25 bonos (700.000 bolívares) de los prometidos por Maduro en Semana Santa solo para los portadores del carnet de la patria.
“Con esto que me envía mi primo Edgar desde Buenos Aires me voy hasta la frontera de Ecuador. Y de allí, de etapa en etapa hasta Santiago de Chile”, describe Edberg Gómez, profesor de Educación Física de 29 años que lleva meses aprendiendo el oficio de panadero para su nueva vida. Su primo es ingeniero, pero en Argentina trabaja de camarero. “Y yo me voy para remesearles a ellos (su familia) y para que así nos vaya a todos mejor“, resume cuando está a punto de acceder a su taquilla del Western Union.
Por DANIEL LOZANO/El Mundo