Con una Eucaristía monseñor Ubaldo Santana dió gracias por su labor pastoral en Maracaibo

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Acción de gracias de monseñor Ubaldo Santana

En la Fiesta de Santiago Apóstol 2018, este 25 de julio, Monseñor Ubaldo Santana Sequera, Administrador apostólico de Maracaibo, con una Eucaristía de Acción de Gracias, se despidió del pueblo zuliano como padre y pastor

Homilía completa

Muy amados hermanos en Cristo Jesús,

Me causa una particular alegría que esta misa de acción de gracias coincida con la fiesta del apóstol Santiago, uno de los 12 apóstoles de Nuestro Señor, a los cuales estoy directamente vinculado por la sucesión apostólica.  En estos veintiocho años de vida episcopal me he sentido particularmente protegido por la Virgen María, por mi santo patrono obispo de Gubbio y por santos obispos. Vuelvo mis ojos con particularmente agradecimiento a uno de ellos, al Papa San Juan Pablo II, quien me llamó al episcopado en 1990, me designó como obispo de Ciudad Guayana en 1991 y arzobispo de Maracaibo en el 2000.

Provengo de una familia numerosa, profundamente cristiana, pobre y sencilla, con padres y hermanos ejemplares. Fui ordenado sacerdote en 1968 en la catedral de Caracas por el Cardenal José Humberto Quintero, ilustre y docto pastor de grata y admirada memoria. Recibí la ordenación episcopal, junto con mis hermanos Diego Padrón y Mario Moronta, en la catedral de Caracas, de manos del Cardenal José Alí Lebrún, quien se inició en el episcopado como administrador apostólico de Maracaibo y fue para mí un maestro, un padre, un amigo y un pastor ejemplar. Fueron obispos co-consagrantes el Siervo de Dios Mons. Miguel Antonio Salas y Mons. Domingo Roa Pérez. En Ciudad Guayana, tuve la dicha y el privilegio de iniciarme como obispo residencial, teniendo a mi lado, en Ciudad Bolívar, como consejero sabio y hermano cercano, a un obispo zuliano de excepción: Mons. Luis Medardo Luzardo Romero quien hoy precisamente está celebrando en su retiro 46 años de vida episcopal.

Bendigo al Señor por haber tenido a mi lado dos excelentes obispos auxiliares, en las personas de Mons. Oswaldo Azuaje ocd y Mons. Ángel Caraballo. Agradezco al Señor por los vicarios generales y episcopales que me acompañaron con competencia, lealtad y fidelidad a lo largo de estos años. Dios les premie a todos tanta abnegada bondad y paciencia para conmigo. He tenido la gracia de ordenar tres obispos, más de cincuenta sacerdotes, de formar, ordenar y contar a mi lado con próvidos colaboradores diáconos permanentes.

He contado en la Curia arquidiocesana con un formidable equipo de consagradas y servidores laicos, que han dado prueba no solo de competencia y mística en el desempeño de su labor sino de una entrega rayan en el heroísmo al cumplir sus tareas en las más adversas circunstancias. Felicito de modo especial a los presbíteros que celebran hoy un nuevo aniversario de su ordenación: Eduardo Ortigoza, Lenin Bohórquez, hoy religioso escolapio, Pedro Colmenares, Leonardo López, Guillermo Sánchez, José G Andrade, Adolfo Tomás Villanueva, Enrique Rojas.  No olvidemos a nuestro hermano difunto Patrick Skinner.

Sería mezquino sino diera las gracias a las autoridades públicas de distintas toldas políticas, así como como a las distintas instituciones y Medios de Comunicación social que ofrecieron generosamente su apoyo y colaboración para el buen funcionamiento de los servicios socio-educativos arquidiocesanos.

Hoy, a pocos días de entregar el cayado de esta grey marabina a mi querido hermano Mons. José Luis Azuaje Ayala, me envuelve una gran alegría, al ver cumplirse una vez más aquella frase que tantas veces he escuchado en mi vida y tantas veces he pronunciado para otros elegidos o elegidas: Lo que Dios empezó hoy en ti, El mismo lo lleve a término.

Una de las grandes lecciones que he recibido de la inigualable universidad de la vida es que no hay mayor satisfacción para un ser humano que la de llevar a término una buena obra, alcanzar una meta. Ese es el gozo que anida hoy en mi corazón. Me siento feliz porque el sí que pronuncié en mi interior cuando, a las 11 de la noche del 18 de abril del 2000, terminé de leer la carta del Nuncio Mons. André Dupuy, en la que me anunciaba mi designación por el Santo Padre Juan Pablo II, como arzobispo de Maracaibo, ese SI lo he mantenido fielmente hasta el día de hoy.

Ha sido posible en primer lugar por la gran misericordia y bondad del Señor. En segundo lugar, por la especial protección de la Virgen María que se ha manifestado de múltiples maneras y bajo diversas advocaciones desde mi tierna edad. En tercer lugar, por la persistente oración intercesora de una nube de testigos y orantes, creyentes de toda edad y condición y pertenencia religiosa, profundamente convencidos de la necesidad y del poder de la oración.

Es verdad, sin Cristo nada podemos hacer (Cfr. Jn 15,5). Nos volvemos unas pobres ramas secas e infecundas. Sin la comunión de los santos nada somos. Cuando contemplo el impresionante y rico entramado de personas, de relaciones, que Dios ha puesto en mi camino para incorporarme a su Iglesia, hacerme llegar su llamado, configurarme con él en el sacramento del Orden en todos sus grados, me quedo profundamente impactado. Y solo atino a repetir los versículos del salmo 116,12: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”.

En su última exhortación sobre el llamado a la santidad cristiana, el Papa Francisco recoge una hermosa reflexión del Papa Benedicto XVI, cuya profundidad he podido ir apreciando a lo largo de estos años de servicio episcopal: “No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo” (EG 4). Así como hay una muchedumbre de amigos y de santos de Dios que me protegen, cuento en esta tierra y en cada lugar donde Dios me ha ido poniendo, con una gran nube de hermanos y amigos, obispos, presbíteros, diáconos, familias, jóvenes y niños de los cuales Jesús el Gran Pastor y Obispo de las almas se ha valido para hacerme ligera la carga y llevadero el yugo.  No han sido fáciles estos años, mis hermanos, pero nunca me he sentido solo.

Una de las más bellas realidades de nuestra amada Iglesia, es que no caminamos solos. Vivimos la comunión trinitaria en la historia. Somos pueblo de Dios. Formamos parte del cuerpo místico de Cristo. Somos guiados, iluminados, fortalecidos y consolados por el Espíritu Santo.  Formamos parte de un pueblo peregrino. Santa María camina con nosotros. Somos unos caminantes dentro de un gran rebaño conducido amorosamente por Jesús, por senderos a veces incomprensibles, hacia el ansiado puerto.

En nuestra estampa de ordenación episcopal mis hermanos Diego Padrón, Mario Moronta y este servidor quisimos recoger como divisa la luminosa frase de S. Agustín: “Si me asusta lo que soy para ustedes, también me consuela lo que soy con ustedes; para ustedes soy Obispo; con ustedes soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber; éste una gracia. Aquel indica un peligro; este la salvación” (Sermón 340)

 El gusto de formar parte del pueblo de Dios, de ser pueblo como lo llama el Papa Francisco ha ido creciendo en mi desde los mismos inicios de mi servicio episcopal cuando empecé a vivir y a aplicar el proyecto de renovación pastoral, fundado sobre la espiritualidad de comunión y el llamado a la santidad comunitaria. La mayor inspiración que el Espíritu Santo ha comunicado a la Iglesia en el siglo XX y XXI es sin duda alguna la de descubrir con mayor claridad en ella el misterio de la comunión y la misión de hacerla historia y vida en el mundo de hoy.

Las palabras del Concilio Vaticano II: “Fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (LG 9), ha sido un faro de luz que ha ido disipando las tinieblas y oscuridades del camino. Viví este profundo y gozoso sentido de pertenencia desde mis primeros años de sacerdocio con las comunidades de los barrios de Petare, luego como vicario episcopal y obispo auxiliar en el suroeste de Caracas, más adelante en la diócesis de Ciudad Guayana y finalmente aquí con este bello pueblo zuliano.

Sé que nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae hacia él dentro de una ristra, de un racimo. Nunca solos. Tampoco en manada anónima sino tomando en cuenta “la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana” (GE 6).

Cristo Jesús no quiso que fuéramos solos sus apóstoles. Quiso que fuéramos además sus amigos. Amigos de él. Amigos entre nosotros.  “Nadie tiene un amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. Los llamo amigos porque les he dado a conocer todo lo que me ha dicho mi Padre” (Jn. 15,13-15). Jesús no nos quiere funcionarios ni empleados con horarios de oficina. Quiere que reproduzcamos el modelo de amistad que él nos ha revelado. Solo sus amigos pueden beber su cáliz y sumergirse en su bautismo de redención. Somos dichosos hermanos porque Jesús nos ha introducido en el secreto de la verdadera amistad: dar la vida por los amigos, ayudarnos unos a otros a regir nuestras vidas por el mandamiento del amor mutuo, darnos a conocer los unos a los otros el gozo de ser hijos del Padre, hermanos en Jesús, moradas vivas del Espíritu Santo.

El apóstol Santiago llegó a ser un gran amigo de Jesús, bebió el cáliz del Señor y se sumergió en las aguas de su pasión, más aún fue el primer apóstol en derramar su sangre por su Señor (Hech 12,2). Pero para llegar a este momento supremo tuvo que recorrer un largo camino. Presto en dejar las redes y su familia, junto con su hermano Juan, para seguir a Jesús (Mc 1,19-20, necesitó mucho más tiempo de maduración para dejar de ser el violento Boanerges (Lc 9.54), vencer el sueño, volverse centinela y orante (Mc 9,2-8; 14,32-40), abandonar todo apetito de poder, toda ambición de dominación, todo sueño de grandeza; aprender que no hay sino un solo camino para configurarse con Jesús: servir y dar la vida por la redención de todos. Camino de Jesús, camino de Santiago, camino que desde hace ya más de ocho siglos surcan los peregrinos hacia la ciudad gallega de Santiago de Compostela, donde una antigua tradición ubica su acción el sepulcro del apóstol.

El testimonio de este apóstol nos anima y fortalece porque también nosotros llevamos el tesoro de nuestra dignidad y de nuestro apostolado en vasijas de barro para que siempre quede claro que la gracia que nos habita no proviene de nosotros sino de Dios (2 Co 4,7). Que, así como ocurrió con Santiago, con la ayuda de Santa María del camino, ocurra también con nuestro servicio, nuestra entrega, nuestra vida de fe: “que al extenderse la gracia a más y más personas, se multiplique la acción de gracias para gloria de Dios”.

Entremos una vez más, hermanos, en el maravilloso misterio de la Eucaristía, don supremo del amor divino. No hay mejor manera, ni mejor lugar, ni mejor momento para dar gracias que en asamblea eucarística. La palabra más bella del lenguaje humano después de las palabras “Dios” y “amor”, es la palabra “Gracias”; tanto es así que Cristo la escogió para hacerla sacramento con su cuerpo y su sangre. Esta es la respuesta definitiva a la pregunta del Salmo 115: “¿Cómo corresponderé al Señor por todo el bien que me ha hecho?”: Con la santa y sagrada eucaristía. Amén

Maracaibo 25 de julio de 2018

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico de Maracaibo