Juan Pablo Hernández es un seminarista de la Arquidiócesis de Maracaibo (Venezuela) que actualmente estudia en España, el año próximo regresará a su país donde asegura que a pesar de las graves dificultades “la confianza en Dios y en la Iglesia ha crecido”.
“El próximo año regreso a Venezuela y estoy feliz de volver a mi casa y de poder ayudar a la gente. Darles esperanza es fundamental. Quiero llevarles la alegría y la esperanza de Jesucristo para que salgan a flote”, asegura el seminarista Juan Pablo Hernández, de 32 años.
Según explica, en Maracaibo de donde es originario, la temperatura media ronda los 30 ó 35 grados, por ello, los cortes de luz que duran hasta 70 horas hacen que la comida se dañe y las personas, especialmente los ancianos, sufran.
“Toda esta precariedad la Iglesia lo padece junto al pueblo de Venezuela. El Gobierno nos está asfixiando poco a poco, quiere que la gente pierda la esperanza y se conforme con la miseria que les dan. Aprietan para que la gente se resigne. Muchos han optado por huir del país”, asegura.
Sin embargo, señala que pese a todas las dificultades que afronta Venezuela “la confianza en Dios y en la Iglesia ha crecido”.
“En mi parroquia muchas familias jóvenes se han ido, pero también encontré a mucha gente que no venía a la iglesia, que buscan a Dios en medio de la precariedad y a la que la Iglesia siempre echa una mano”.
De hecho subraya cómo a pesar de la falta de todo lo material “salga a flote la generosidad de la gente, se crean grupos para ayudar a niños y enfermos”.
Según explica, algo muy común es “la olla de la misericordia” que se organiza en las parroquias donde “la gente lleva lo que tiene, no lo que le sobra porque a nadie le sobra nada de comida, y con lo que hay se cocina y se reparten unos 300 platos”.
Responder a la vocación
Precisamente fue “estar muy cerca de Dios para ayudar a la gente” lo que le cautivó para responder a la vocación de sacerdote. Aunque el camino no fue sencillo.
Recibió “la primera llamada” al sacerdocio durante la ordenación de un amigo, entonces tenía 19 años, estudiaba en la universidad Ingeniería electrónica y salía con “una chica muy buena”.
“Durante la celebración de la ordenación lo pasé fatal, sentía que algo me quemaba dentro y que aquello iba conmigo. Me cautivó profundamente cómo hoy en día hay quienes son capaces de dejarlo todo por entregarse a Dios”, explica en conversación con ACI Prensa.
Según recuerda, “no entendía qué había en el corazón de esas personas que lo dejaban todo y contestaban ‘aquí estoy Señor, hágase tu voluntad’”.
Después de ese momento tan fuerte, Juan Pablo siguió con “el plan que pensaba que le haría feliz”, porque “no quería dejarlo todo por algo que no podía controlar”.
Dos o tres años después, Juan Pablo seguía sintiendo “que había algo más que me estaba perdiendo, algo más grande”.
Hasta que en una Misa en su parroquia el sacerdote pidió que alguien hiciera de monaguillo para ayudarle.
“Yo ya tenía mi edad, pero me ofrecí porque vi que era mi oportunidad de estar cerca de todo aquello que me había llamado tanto la atención hacía unos años”, asegura.
“No puedo explicar qué fue, pero todavía recuerdo aquella primera Misa que acolité. Estar tan cerca del altar, de la consagración, del Señor… Todo eso revolvió en mí lo que había vivido en la ordenación de mi amigo. Desde entonces comencé a involucrarme más y más en la parroquia, dando catequesis, organizando convivencias… No era un compromiso o una carga, era algo que salía de mí y me hacía muy feliz”, subraya.
Hasta que llegó un momento en el que, según explica con humor, “ya no salía de la parroquia”, pero “seguía notando que faltaba algo”.
El párroco comenzó a invitarle a retiros espirituales y le pedía que le acompañara a visitar enfermos… “Me apasionó la vida de sacerdote, de estar muy cerca de Dios para ayudar a la gente. No era una vida de renuncia y obligaciones, sino que era de una gran alegría. Era algo que me hacía muy feliz”.
Desde que Juan Pablo decidió ser sacerdote han pasado 7 años y se encuentra en el último curso de Estudios Eclesiásticos de la Universidad de Navarra (España) gracias a una beca de CARF (Centro Académico Romano Fundación) y asegura que desde que respondió a su vocación “cada año es mejor”.
“No sé cómo lo hace el Señor, pero cada año me sorprende más y siempre con algo mejor. Si no hubiera respondido a su llamada, no sería tan feliz como ahora”, precisa.