Se compromete a “remediar los errores pasados y a adoptar normas severas” contra ellos
Tras una visita al palacio presidencial y a su inquilino, Michael D. Higgins -en la que ha dado las gracias por la “calurosa bienvenida” que ha recibido- el Papa ha mantenido un encuentro este mediodía con las autoridades civiles de Irlanda en el Castillo de Dublín, y entre ellas, el primer minstro, Leo Varadkar. En dicho encuentro, Francisco ha reconocido “el grave escándalo causado en Irlanda por los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia” y “el fracaso de las autoridades eclesiásticas… a afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes”. Por todo ello, el Papa ha confesado sentir “indignación”, “sufrimiento” y “vergüenza”, y se ha comprometido a “remediar los errores pasados y adoptar normas severas, para asegurarse de que no vuelvan a suceder”.
El Papa habla ante el primer ministro irlandés
Me gusta considerar el Encuentro Mundial de las Familias como un testimonio profético del rico patrimonio de valores éticos y espirituales, que cada generación tiene la tarea de custodiar y proteger. No hace falta ser profetas para darse cuenta de las dificultades que las familias tienen que afrontar en la sociedad actual, que evoluciona rápidamente, o para preocuparse de los efectos que la quiebra del matrimonio y la vida familiar comportarán, inevitablemente y en todos los niveles, en el futuro de nuestras comunidades. La familia es el aglutinante de la sociedad; su bien no puede ser dado por supuesto, sino que debe ser promovido y custodiado con todos los medios oportunos.
Es en la familia donde cada uno de nosotros ha dado los primeros pasos en la vida. Allí hemos aprendido a convivir en armonía, a controlar nuestros instintos egoístas, a reconciliar las diferencias y sobre todo a discernir y buscar aquellos valores que dan un auténtico sentido y plenitud a la vida. Si hablamos del mundo entero como de una única familia, es porque justamente reconocemos los nexos de la humanidad que nos unen e intuimos la llamada a la unidad y a la solidaridad, especialmente con respecto a los hermanos y hermanas más débiles. Sin embargo, nos sentimos a menudo impotentes ante el mal persistente del odio racial y étnico, ante los conflictos y violencias intrincadas, ante el desprecio por la dignidad humana y los derechos humanos fundamentales y ante la diferencia cada vez mayor entre ricos y pobres. Cuánto necesitamos recobrar, en cada ámbito de la vida política y social, el sentido de ser una verdadera familia de pueblos. Y de no perder nunca la esperanza y el ánimo de perseverar en el imperativo moral de ser constructores de paz, reconciliadores y protectores los unos de los otros.
Aquí en Irlanda dicho desafío tiene una resonancia particular, cuando se considera el largo conflicto que ha separado a hermanos y hermanas que pertenecen a una única familia. Hace veinte años, la Comunidad internacional siguió con atención los acontecimientos de Irlanda del Norte, que llevaron a la firma del Acuerdo del Viernes Santo. El Gobierno irlandés, junto con los líderes políticos, religiosos y civiles de Irlanda del Norte y el Gobierno británico, y con el apoyo de otros líderes mundiales, dio vida a un contexto dinámico para la pacífica resolución de un conflicto que causó enormes sufrimientos en ambas partes. Podemos dar gracias por las dos décadas de paz que han seguido a ese Acuerdo histórico, mientras que manifestamos la firme esperanza de que el proceso de paz supere todos los obstáculos restantes y favorezca el nacimiento de un futuro de concordia, reconciliación y confianza mutua.