Venezuela: El éxodo del hambre

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En el éxodo van niños llorando de hambre, por el calor o por cansancio. Todos ellos tienen el mismo fin, huir de la crisis que consume a Venezuela.

La escena es apocalíptica: ríos de gente caminan sin aparente rumbo sobre la carretera, algunos andan con los zapatos rotos, otros más son autómatas con la mirada y la esperanza perdidas. Los que pueden se amontonan como moscas sobre los camiones. En el éxodo van niños llorando de hambre, por el calor o por cansancio. Todos ellos tienen el mismo fin, huir de la crisis que consume a Venezuela.

A los que tienen la suerte de viajar en autobús sólo les tomará nueve días salir de su país; quienes no, padecerán un viaje de un mes para llegar a la frontera con Colombia.

Tal es el caso de Karlos Flores, un psicólogo de 28 años que decidió emprender el escape con su novia, dejando atrás su hogar, familia, amigos, carrera profesional y todo lo que había logrado antes de la crisis.

Hace 20 años, antes del arribo de Hugo Chávez al poder, Venezuela era una nación acostumbrada a recibir migrantes desde la Segunda Guerra Mundial, con la llegada de miles de europeos. En la segunda mitad del siglo pasado fue el hogar que adoptaron colombianos, chilenos, ecuatorianos y peruanos, principalmente, quienes huían de dictaduras, conflictos armados y crisis económicas.

Según el gobierno venezolano, en su territorio residen más de 6 millones de colombianos, 600 mil ecuatorianos y cerca de medio millón de peruanos. Sin embargo, con la llegada de la llamada Revolución Bolivariana el venezolano comenzó a emigrar.

“Los efectos de dos décadas de crisis económicas, social, política e institucional se reflejaron en la pérdida generalizada de los niveles de bienestar y de calidad de vida entre la población. En ese contexto, el país aparentemente dejó de ser un destino atractivo para la migración internacional y, por el contrario, se produjeron importantes movimientos de retorno”, explica la investigadora Anitza Freitez, autora del trabajo La emigración desde Venezuela durante la última década.

Inicialmente los venezolanos fueron llamados los balseros del aire porque ­salían de su país en vuelos comerciales, pero cuando Maduro llegó a la presidencia las aerolíneas extranjeras comenzaron a dejar de operar en el país y se agudizó la crisis, causando que cientos emprendieran el éxodo por tierra.

La situación se agravó y está llegando a niveles nunca antes vistos en la región, activando las alarmas en los gobiernos vecinos.

De acuerdo con la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la cantidad de venezolanos en el mundo que solicitan ser reconocidos como refugiados ha aumentado 2000% desde 2014, especialmente en el continente americano

“En realidad no me quería ir de Venezuela, sólo vacacionar y listo, pero cuando Maduro llegó, la cosa comenzó a ponerse peor y tenía que irme”, dice el joven psicólogo al referirse que no fue fácil elegir un destino.

“No quería ningún país, a todos les buscaba un ‘pero’. Mi pareja y yo vendimos todo y sacamos cuentas en qué país ­podíamos sobrevivir más con ese dinero. Llegamos a Chile porque aquí tengo un amigo que nos recibió muy bien y vivimos en su casa cuatro meses hasta que conseguimos trabajo”, cuenta.

Aunque la situación actual de Karlos es relativamente buena, reconoce que durante el año que lleva en Chile ha sido difícil conseguir esa estabilidad.

Expulsados de Brasil

La suerte de Karlos no es para todos. A los venezolanos les ha ido mal en las ciudades colombianas y brasileñas en las que han recalado.

Entre la noche del viernes 17 y la mañana del sábado 18 de agosto, en Pacaraima, municipio del estado de Roraima, al norte de Brasil, frontera con Venezuela, unos 2 mil migrantes fueron desalojados violentamente del campamento que instalaron. Sus pertenencias fueron quemadas.

El incidente ocurrió después de que un comerciante local fue atacado y robado por cuatro presuntos venezolanos. El atraco enardeció a un grupo de residentes que tomó la justicia en sus propias manos.

“Un señor alentó a la gente a hacer justicia y otro más se unió con un parlante incitando a la revuelta, a la venganza de los brasileños contra los migrantes”, explicó Salvador Mera López, venezolano radicado en Pacaraima.

El testigo relató los hechos: “Luego de la incitación, los brasileños se enfilaron hacia el campamento, lanzaron piedras y fuegos artificiales contra las carpas. Las pertenencias y la comida que traían los venezolanos fueron lanzados al fuego. La policía militar de Brasil sólo estaba observando, sin intervenir”.

Mera López aclara a esta reportera que no todos los brasileños están contra los venezolanos. “Hay excelentes personas, como los dueños del negocio donde yo trabajo, quienes me hacen sentir parte de su familia. Eso nos anima a seguir adelante y a saber que en todas partes también hay personas buenas. En Venezuela igual tenemos de todo tipo. Somos verdaderamente imperfectos, pero los buenos somos más”.

Tras el ataque al campamento, mil 197 personas regresaron a su país, según datos del ejército de Venezuela.

De acuerdo con algunos residentes, la situación no ha sido fácil para los refugiados ni para los propios brasileños, quienes vieron como poco a poco comenzaron a llegar los extranjeros a Pacaraima: primero fueron decenas y luego cientos que se fueron apostando en las calles del pueblo.

“Esta es una ciudad muy pequeña y no hay fuentes de empleo. Sí es verdad, había muchos venezolanos en situación de calle, pero hay otros como yo que estamos trabajando”, dice Mera.

Cuando comenzó a agravarse la situación en la localidad la gobernadora de Roraima, Suely Silva Campos, solicitó al gobierno del presidente Michel Temer recursos extraordinarios para atender la migración venezolana. La suma solicitada asciende a 45 millones de dólares.

Registros de la Policía Federal de Brasil dan cuenta que entre 2017 y junio de 2018 casi 128 mil venezolanos ingresaron por vía terrestre al país; de ellos, 68 mil continuaron hacia otras naciones latinoamericanas, 31 mil regresaron a Venezuela y el resto vive entre Boa Vista, capital de Roraima, limítrofe con Pacaraima.

Desgarramientos

Con la voz quebrada, Johana Rodríguez de Villanueva, de 42 años, relata su tragedia: “Fue muy doloroso despedirme de mi hijo. Lo recuerdo y me dan ganas de llorar porque sabemos que salimos, pero no si vamos a llegar vivos”.

En su país ella trabajaba como asistente de un laboratorio clínico en la ciudad de Cumaná, en el estado Sucre. “Sentí la necesidad de irme de Venezuela cuando empezamos literalmente a pasar hambre, cuando nos dimos cuenta que ya ni con mi sueldo ni con la empresa de mi esposo nos alcanzaba para comer como antes ni mantener el estilo de vida que teníamos. Pasas a anhelar así sea un pan duro.

“Dejábamos de comer para alimentar a nuestro hijo. Bajamos mucho de peso, incluso, mi esposo perdió hasta la masa muscular. Ahí fue que decidimos emprender esta travesía”, lamenta.

La mujer comenta que en Venezuela pensaba que tenía la vida resuelta, con casa propia y trabajo estable, pero la crisis la obligó a empezar desde cero en otro país. Tuvo que atravesar su nación de este a oeste para escapar.

“Había venezolanos que salían en peor condición que nosotros, muchos caminaban por la carretera, pidiendo aventón, o se montaban en camiones. Había muchos niños que lloraban por hambre, calor, incomodidad o cansancio. Había gente con zapatos rotos y vi que no tenían esperanza”, recuerda.

Hace una pausa para respirar profundo, secarse las lágrimas y continuar con su relato: “Es duro estar en otro país. Uno se pregunta si volveré a ver a mi familia, uno reza para que no pase nada mientras uno está acá, es desesperante.

“A uno le toca hacer lo que sea para ­ganarse los pesos. Trabajé lavando loza en un restaurante, la dueña se estresaba mucho y a veces gritaba. Me daban ganas de llorar y pensaba ‘en qué momento empezó esta pesadilla’. Se me dormían las manos y se me hincharon los brazos por el trabajo forzado. Tuve que renunciar. Además, la paga era miserable, abusan de uno.”

Johana cuenta que ha visto el incremento de la xenofobia: “Cuando iba a buscar empleo me decían que no simplemente al escucharme mi acento. Sí hay mucha discriminación, nos llaman venecos. Nos odian porque dicen que les estamos quitando el trabajo. Tienen como una rabia contra nosotros los venezolanos”.

Algunos de los entrevistados relataron que se tardaron un poco más de 12 horas para que les sellaran su pasaporte y otro tanto para que en Colombia les validaran su ingreso. Anyelvis Valera, un mecánico de 35 años, dice que cuando ingresó a territorio cafetalero lo hizo junto con unas 2 mil personas.  Él emprendió solo el largo viaje por carretera desde Los Teques, capital del estado Miranda, el norte de Venezuela, hasta Chile, donde se dedica a picar verduras.

Valera cuenta que su pareja se quedó en Venezuela y que tiene dos hijos de dos relaciones anteriores: una niña de 15 años que vive con su mamá en su país y un niño de un año que está en Perú.

La fragmentación de las familias a raíz de la emigración es otro de los dramas del éxodo venezolano porque la mayoría no sabe si se reunirán de nuevo. “Mi viaje fue sorpresa, nadie sabía. No quería lágrimas ni ver el sufrimiento de mis seres queridos cuando uno se aleja sin poder hacer nada”, dice Anyelvis.

Robos, vejación, extorsiones…

“Decidí vender algunas cosas y asegurar el futuro de mi familia trabajando en otro país”, comparte Yorki Reyes, de 26 años, quien en Caracas era comunicadora social. Pese al buen empleo que tenía, se vio obligada a irse a vivir a Medellín, Colombia.

Esta joven caraqueña relata que era coordinadora del departamento creativo en una agencia de publicidad, pero un día su sueldo no le fue suficiente. “Dejé atrás a mi familia, a mis amigos, mi profesión. Eso fue lo más difícil, partir sola a un mundo desconocido, a una nueva cultura, a hacer cualquier cosa para poder sobrevivir y poder mandarle dinero a mi familia”.

Ella recuerda como traumático su viaje porque tuvo que crecer de golpe. “Desde que salí de Caracas hasta que llegué a la frontera con Colombia mi vida empezó a cambiar, a tomar independencia. Tenía mucho miedo”.

Dice que no tenía idea de los peligros de la frontera. “En el camino fue muy duro. Había muchos retenes. Tuvimos que pagar sobornos para pasar. Fue una experiencia muy aterradora. Si no le pagábamos a los guajiros, podían bajarnos del carro y quitarnos todo. Estábamos incomunicados, no podíamos avisarle a nadie si algo ocurría.

“Vi robos de la Guardia Nacional venezolana contra los que no tenían para pagar. Vi gente llorando por sentirse solos sin rumbo, mucha tristeza fue lo que vi.”

De depender de su familia, esta joven pasó a vivir sola en otro país y a trabajar para mantenerlos. “Trabajé en bares y restaurantes, también fui vendedora ambulante y ahora, un poco más establecida, pude comprarme un carro de comida rápida y tengo el emprendimiento de mi propio negocio”, dice aliviada de poder enviarle dinero a su familia con regularidad.

Este reportaje se publicó el 2 de septiembre de 2018 en la edición 2183 de la revista Proceso