“No soportaba oír decir a mi hija: papá, tengo hambre”

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Día a día salen a pie mil personas caminando desde Colombia hacia Ecuador.

En medio del drama del éxodo venezolano, la “sopa de la esperanza”, el caldo solidario que mantiene en pie a los migrantes

“Todos mis amigos se han ido”, dice un niño migrante que parece madurado con carburo. “Tuve que viajar en un camión de basura, soportar los hedores, mi morral está todo sucio”. “El sueldo mínimo son 5 millones y un paquete de arroz te cuesta 2 millones y medio”, es la cuenta que saca un adulto que pide cola * en una carretera. “Dios bendiga a los que nos asisten en el camino” -dice una joven que acompaña a su madre- unos católicos nos ayudaron. No es justo dormir en la ruta, muertos de miedo. Usted cree que esto nos gusta, que lo hacemos por gusto?”

Una va embarazada de siete meses. “Prefiero tener mi hijo acá, en el camino; siempre encontraré algo que darle, alguien que me ayude, allá en Venezuela, no hay nada”. Van detrás de lo desconocido pero lejos del hambre.

Más de 2 millones de venezolanos han dejado el país. La parte más vulnerable, quienes no pueden conseguir visas, pasajes aéreos o  asegurarse un trabajo del otro lado, lo hace a pie, a la buena de Dios, por caminos tortuosos, a veces escarpados y llenos de peligros. Huyen de la crisis humanitaria en que el gobierno de Nicolás Maduro ha sumido a la población.  Llevan plantillas de cartón en los zapatos. Las suelas se desgastan pero la improvisada plantilla ayuda a soportar más allá de lo que resiste el zapato y evita dolencias en los pies.

Algunos van descalzos.  Las madres son vistas llevando a sus menores hijos en brazos por largas travesías que llegan a durar dos y tres meses. El coche de los bebés se destina a rodar los pobres enseres que transportan por todo equipaje. En ciertos tramos, se ven obligados a cruzar ríos caudalosos y todos se ayudan entre sí.

Los videos de prensa muestran grandes contingentes de personas caminando sudorosos y cubiertos de polvo. “No es Siria, dicen los titulares, son venezolanos que huyen de su país”. No los mueve una causa religiosa, ni siquiera la persecución política, huyen del hambre.

Pasan días sin bañarse -una de las vicisitudes más insoportables para un venezolano- y comiendo lo que consiguen. A veces, juntan lo que cada quien lleva o lo que les regalan las almas buenas del camino y preparan una sopa que los mantiene en pie. La llaman “la sopa de la esperanza”, una versión humilde del sabroso y sustancioso “sancocho” criollo.

Van familias enteras en el mayor éxodo que América Latina conozca en su historia. Uno de los niños, de unos catorce años de edad, confesaba a un reportero: “A veces tengo ganas de vomitar y mareos por el cansancio pero no le digo nada a mi  madre para que no se preocupe”. Hay grupos que llevan la bandera de Venezuela al frente, “como para no desanimarnos”, dice una señora, pero agrega: “Regresar a Venezuela es la muerte”.  Todos coinciden,  “solo llevamos pocos días fuera y extrañamos todo, pero retroceder es impensable”.

Colombia, por su situación de vecino,  es la salida de emergencia  para los migrantes. El llamado “sello de la esperanza” es el permiso que Colombia estampa en sus pasaportes para dejarlos ingresar al país. 2.219 kilómetros de trochas son calvario obligado para los venezolanos que arriesgan sus vidas cruzando los ríos. Van jóvenes, viejos, niños, van profesionales, técnicos , amas de casa, obreros, estudiantes. Declaran tener miedo a la travesía, pero más le temen a la falta de comida, de medicinas, de electricidad. Alguna afirmó haber pasado 7 años sin agua corriente. “Le tememos más a la crecida de las aguas en Venezuela y a la desidia del gobierno”

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Día a día salen a pie mil personas caminando desde Colombia hacia Ecuador.

En el camino, varios puntos alivian a los peregrinos con asistencia humanitaria. Se trata de ONGs que se apostan estratégicamente, sobre todo en el Norte de Santander. Les advierten acerca las duras  condiciones que los esperan, bajas temperaturas, animales salvajes, soledad y peligros. Hay gente de todas partes de Venezuela, muchos ni siquiera se conocían de antes, pero los une la misma tragedia y el mismo  sueño.

Cocinan en leña, duermen a la intemperie, juntos. Se respetan y se cuidan. Pero todo les vale la pena: “En Venezuela nos llega una bolsa de comida cada tres meses”. El objetivo es trabajar para ayudar a  los que se quedan. Un millón ha llegado en los últimos cuatro años en medio de una verdadera odisea.

El páramo de Berlín es, tal vez, la prueba de fuego. Hay que cruzarlo para pasar de Colombia a Ecuador. Kilómetros y kilómetros a cero grados. En los improvisados campamentos izan la bandera venezolana y entonan el himno. “Nos da ánimo”, dicen. “Los colombianos se han portado muy bien con nosotros. Estamos muy agradecidos”. La colombiana dice entre sollozos: “Los  ayudo como puedo, muchas familias pasan por aquí. Pasan y pasan y habilito piecitas con colchonetas  en el piso para alojarlos, al menos una noche. Me da dolor ver tanta injusticia”. La venezolana: “Me regalaron yuca y carne asada. Tenía un año sin comer algo así” -revela con la voz cortada por la emoción- tampoco hay transporte, igual caminaríamos allá!”. Un padre cuenta que casi se le muere su hijo a causa de la hipotermia. “Terminé casi desnudo para arroparlo. De no haberlo hecho, se me muere”. Algunos tienen la suerte de conseguir una  “colita”.

Otros llegan hasta  Perú. Dicen los tuiteros que prestan apoyo: “Si ves gente caminando, familias enteras, detente y súbelos a tu vehículo. Son venezolanos y necesitan tu ayuda”.

Son las crónicas de una lejanía impuesta.

Por eso indigna a tantos la ligereza con que Maduro afirma que “la gente sale con mucho dinero en el bolsillo” y hasta envía aviones para “regresar a la patria a los venezolanos que no quieren estar fuera”. Desde Perú dicen que fueron llevados hasta allá con dinero del gobierno para luego enviar a buscarlos. Lo cierto es que todo parece un  show-off muy propio de estos regímenes que irrespetan la condición humana hasta niveles inimaginables.

Macky Arenas-Aleteia