Por: Antonio Pérez Esclarín
El pasado domingo, 14 de octubre, el Papa Francisco, canonizó a siete cristianos ejemplares, que decidieron seguir con radicalidad a Jesús y su proyecto de amor, y se entregaron a vivir defendiendo la vida, dando la vida. Entre ellos, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, voz del pueblo sin voz, grito aguerrido y valiente para denunciar los abusos e injusticias de un Gobierno a favor de un grupito de privilegiados que vivían de espaldas a las mayorías empobrecidas del pueblo salvadoreño.
Oscar Arnulfo, el segundo de ocho hijos de una familia salvadoreña muy pobre, nació el 15 de agosto de 1917. De carácter reservado y muy tímido, ingresó en el seminario en 1931, pero tuvo que abandonarlo para trabajar con sus hermanos como obrero en unas minas y así ayudar económicamente a la familia. Cuando pudo, volvió a ingresar en el seminario y se ordenó de sacerdote en 1942. Fue párroco primero en Amorós, luego en San Miguel, donde durante 20 años realizó una notable labor apostólica.
Su nombramiento primero como Obispo y luego como Arzobispo, fue una desagradable sorpresa para los movimientos católicos más progresistas, pues consideraban a Monseñor Romero demasiado conservador. De hecho, el Gobierno y las fuerzas más reaccionarias celebraron su nombramiento por creer que se dedicaría a frenar la labor de la iglesia comprometida con los más pobres y con la transformación de las estructuras injustas.
Unas pocas semanas después de su nombramiento como Arzobispo, el 12 de marzo, fue asesinado el jesuita Rutilio Grande, que trabajaba en la concientización y organización del campesinado y que era muy amigo de Monseñor Romero. El recién electo arzobispo instó con fuerza al presidente Molina a que investigara y castigara a los responsables de su muerte y ante la pasividad del gobierno y el silencio de la prensa amordazada por la censura, amenazó con el cierre de las escuelas católicas y con la ausencia de la Iglesia en los actos oficiales.
Desde ese momento, su compromiso con el pueblo va a ser cada vez más sólido y radical. Como él mismo declaró: “Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El evangelio me impulsa a hacerlo y en su nombre estoy dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte”.
A lo largo de los años más duros de la guerra civil y bajo una auténtica dictadura militar de salvaje represión, Romero levantaba cada domingo su voz en sus homilías en la catedral que eran seguidas por verdaderas multitudes que encontraban en sus palabras aliento y apoyo para seguir luchando por su dignidad.
La homilía del 23 de marzo de 1980, supuso su sentencia de muerte. En ella levantó su voz valiente para pedirles a los militares que dejaran de matar a sus hermanos y obedecieran la orden de Dios de “No matarás”, frente a las órdenes de sus superiores. A las 6,25 de la tarde del día siguiente, 24 de marzo, fue asesinado por un francotirador mientras celebraba la misa en la capillita del hospital. Antes había dicho: “No creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Ojalá que el ejemplo y la bendición de Monseñor Romero nos de fuerzas para trabajar con vigor por una Venezuela reconciliada, justa y próspera, donde todos vivamos con dignidad y libertad.
Antonio Pérez Esclarín
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