La laica comboniana Carmen Aranda, misionera en Uganda, es uno de los rostros de la campaña del Domund de este año
¿Cuándo surgió tu inquietud misionera?
Yo toda mi vida me he cuestionado por qué he nacido en España y por qué otras personas no. Era algo que siempre me ha inquietado en mi relación con Dios: ¿por qué yo he nacido aquí y Dios me lo ha dado todo, y sin embargo otras personas en otras partes del mundo no tienen una vida como la mía? Me parecía una injusticia de nacimiento. A todo ello se une la fascinación que ha ejercido sobre mí, desde muy jovencita, la figura Jesucristo. Estos dos factores son los que me llevaron a una búsqueda para experimentar la vida de otras personas con menos suerte que yo, para irme de verdad a vivir con ellos en su contexto, para hallar respuestas y compartir con ellos su vida, una vida de mínimos, sin muchas cosas. Así, busque distintos carismas y encontré a los laicos combonianos, con los que me sentí en casa.
Y te fuiste a Uganda…
Eso fue en agosto de 2014. Me fui por tres años.
¿Qué encontraste allí?
Yo soy muy positiva y llegue con mucha ilusión, me quedé con lo bonito, la gente sonriente, la naturaleza, el hecho de que allí son muy felices. Pero conforme fueron pasando los meses me fui dando cuenta de la dureza de la vida: niños que mueren por una malaria, mujeres que caminan kilómetros solo para conseguir agua, madres que mueren en el parto… Y esto con rostros concretos, de personas que vas conociendo allí. Me moví dentro de un espectro muy amplio, entre muy bonito y muy complicado a la vez. Yo he sido muy feliz allí, pero también he sido consciente de la dureza de su vida.
¿Cómo era el orfanato en el que trabajabas?
Los niños procedían de familias desestructuradas: madres solas, padres que enviudan y se vuelven a casar… Todos los niños viven en varias casas a cargo de mujeres que no son sus madres biológicas, mujeres que estaban contratadas y que a lo mejor dejaban a sus propios hijos fuera y no los veían en varios días. Su vida era muy dura también.
¿Cómo era tu trabajo allí?
Éramos cuatro chicas laicas combonianas que apoyábamos alguna de las gestiones del orfanato. Yo me ocupaba sobre todo del granero. Y también realicé un taller de arte con los niños del orfanato, una experiencia chulísima porque los niños se dieron cuenta de que podían hacer cosas muy bonitas.
¿Y además del granero?
Me llamaba mucho el estar junto a esas mujeres, por lo duro de su vida. Los niños al fin y al cabo están muy bien atendidos y los voluntarios se volcaban con ellos, pero las condiciones de esas mujeres me tocaban mucho el corazón.
¿Cómo te acercabas a ellas?
Fue complicado para mí compartir mi experiencia de Dios con ellas, ese Dios que me ha dado tanto a mí, un Dios buenísimo conmigo. Me daba cierto pudor transmitírselo a ellas, compartir a Dios en ese contexto. Pero al final salía de algún modo, hablando con una de ellas, fijándote en ella, hacerle un pequeño regalo, abrazarla y hacerla sentir especial…
¿Y con los niños?
Me llamó especialmente la atención que nos preguntaban continuamente si nos acordábamos de su nombre. Para ellos era muy importante sentirse únicos, y que tuviéramos una relación digna con cada uno de ellos. Por las tardes rezábamos todos juntos. Compartíamos la cotidianidad, cosas muy normales…
El lema del Domund de este año es Cambia el mundo. ¿Crees que lo has conseguido en estos tres años?
Es un lema que me da vértigo, porque no fui allí con la intención de cambiar nada. Sí ha experimentado que algo cambia cuando tú te desarmas y abres tu corazón a lo que pasa a tu alrededor, sin ceder a la indiferencia ni al individualismo. Y también he comprobado que transformas el mundo cuando te dejas evangelizar por ellos, por cómo viven y ven la vida, por cómo dan gracias a Dios por lo poco que tienen. La misión es compartida, ha nacido de estar juntos. Ha sido mi misión y la misión de ellos conmigo.
Acabo con la pregunta que te hacías de pequeña: ¿por qué tú, y no ellos?
La respuesta no la tengo, pero me he dado cuenta de que tengo que dejar a Dios su espacio. Yo no puedo llegar a todo. Tenemos que dejar a Dios ser Dios, y confiar en Él. Yo no entiendo por qué yo y no ellos, pero sí sé que puedo hacer todo lo que esté en mi mano por ser su herramienta. El trabajo principal es el suyo, aunque Dios también nos necesita a nosotros. Yo hago mi trabajo y le dejo su parte a Él.