¿Qué tiene que ver la fe con el optimismo?

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No es solo cuestión de estados de ánimo

Todo es distinto cuando se vive con esperanza

El optimismo es un valor caracterizado por el buen ánimo que ayuda a las personas a enfrentar las situaciones cotidianas con confianza, entusiasmo y decidida voluntad de emprendimiento. La persona optimista se sitúa ante lo positivo de las situaciones y de sus semejantes con la convicción de poder superar dificultades y caminar con perseverancia sacando lo mejor de cada circunstancia y alcanzando metas deseables y propuestas como horizontes posibles.

Hablar de optimismo hoy entre los jóvenes es un desafío para los educadores que buscan reforzar actitudes y ayudar a crecer personas equilibradas y maduras. Hoy se trabaja mucho con las personas la actitud positiva ante la vida, la capacidad de salir adelante confiando en las propias posibilidades, la mirada positiva ante la realidad que permite alentar los propios esfuerzos y sostener la confianza en el camino recorrido con perseverancia. No cabe duda de que el optimismo como actitud vital potencia y alienta al propio esfuerzo haciéndolo duradero y perseverante.

Muchas de las técnicas de “coaching”, tan de moda de un tiempo a esta parte, trabajan sobre todo el aspecto motivacional de los “clientes”, procurando inducir una actitud positiva ante la vida y el cultivo de una mirada optimista frente a la realidad. La positividad y el optimismo mejoran las condiciones de trabajo y refuerzan tanto la confianza en las propias posibilidades como el esfuerzo sostenido en el tiempo para alcanzar unas metas objetivables y posibles. ¿Sería esto posible sin esperanza y confianza? Pero, ¿de qué tipo de esperanza estamos hablando?

La dimensión de fe que muchos jóvenes viven abre espacios para que el creyente descubra como la esperanza configura su propia realidad. Su opción vital potencia su propia voluntad y orientar decisivamente su existencia con una mirada nueva y transformadora.

Una cierta tendencia al pesimismo en los tiempos que corren

Según el último estudio de la Fundación Santa María (Jóvenes españoles 2010, Fundación SM, Madrid),  los jóvenes españoles se han instalado en un cierto pesimismo, motivado – principalmente – por la coyuntura social y económica que vive Europa. Según dicho estudio, los jóvenes desconfían de los que tienen en sus manos la posibilidad de sacar al país de la crisis o de mejorar las condiciones de vida de las personas. El 46.3% de los jóvenes declara su falta de confianza en un futuro prometedor y más de uno de cada tres cree que “por muchos esfuerzos que uno haga en la vida nunca se consigue lo que se desea”.

Por otra parte, el 62.2% de los jóvenes se declara de acuerdo con la frase “la crisis económica actual tendrá un impacto muy negativo en mi futuro profesional y personal”. Los jóvenes españoles sobrepasan la media europea a la hora de valorar la situación económica mundial como “mala” o “muy mala” (77% frente al 71% de la media europea).

De todos modos, el 59.6 % declara estar de acuerdo con que “a pesar de lo que digan algunos, la vida del hombre es cada vez mejor”.

 No es solo cuestión de estados de ánimo

Sin duda, el optimismo es un valor que no depende únicamente de la volubilidad de los estados de ánimo y que puede ser cultivado desde la voluntad para ser asumido como una actitud habitual. Quizás aquí radique una de las dificultades actuales para proponer itinerarios que eduquen a los niños, adolescentes y jóvenes en determinados valores considerados como un bien para la persona.

En nuestra cultura se antepone lo emocional a la voluntad, el sentimiento a lo razonable, como realidades dialécticas y contradictorias. Cuando en realidad pueden ser realidades complementarias que potencian todas las dimensiones de la persona y se refuerzan mutuamente: la voluntad inspira y motiva las propias emociones; la razón no anula el sentimiento y lo hace comprensible y maduro.

Resulta evidente que educar a los jóvenes en el valor del optimismo supone educar en la voluntad de modo que ésta ayude a asumir comportamientos positivos ante la realidad que requieren un esfuerzo sostenido y una actitud perseverante ante la dificultad. Hablar de voluntad significa hablar de ideales, de motivaciones, de objetivos, de confianza y de esperanza. La presencia de la virtud de la esperanza se evidencia de este modo como un valor sustancial en la realización de la propia vida y en el pensamiento positivo del ser humano.

Educar en la virtud, conlleva por consiguiente un adiestramiento que requiere de la voluntad para consolidar hábitos operativos que señalan objetivos que alcanzar. En la tradición cristiana, las llamadas “virtudes teologales” son los hábitos infundidos por Dios que el creyente ejercita, sostenido por la inteligencia y la voluntad, para orientar su vida a Dios. En la Tradición, las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad.

Teniendo en cuenta estos elementos, educar a los jóvenes en la virtud de la esperanza es acompañarlos en la experiencia de su crecimiento personal con una dimensione spiritual y social dando un verdadero sentido a todo lo que realizan. Esta es la mejor base que existe para un sano optimismo.

Aleteia