Texto de la Meditación ofrecida por Mons. Mario Moronta durante el
Acto Eucarístico en la Inauguración de la Asamblea Episcopal,
Caracas, 7 de enero del año 2019.
Hemos finalizado el año 2018 e iniciado el 2019 ante la presencia real de Cristo. Es tradición en Venezuela que en el filo de la medianoche, para despedir el viejo y recibir el nuevo año, nos reunamos ante el Santísimo Sacramento para darle gracias por todos los beneficios que hemos recibido de su misericordia. También pedimos perdón por los errores y las omisiones y nos colocamos en sus manos amorosas para que en el año por comenzar podamos sentir la fuerza viva de su Misericordia. Lo mismo hacemos al iniciar cada Asamblea Episcopal: ante la Divina Majestad acudimos para oír su Palabra y encomendar nuestros afanes asamblearios, pero también para pedir por nuestras comunidades y nuestras Iglesias.
La Palabra de Dios nos dibuja un panorama muy peculiar con el cual podemos describir la situación que vive nuestra Venezuela. El Profeta Isaías, al inicio de su profecía recuerda que existe un “resto” que no ha sido contaminado por la maldad de los dirigentes del pueblo de Israel. Estos con su idolatría y con sus actos malévolos han conducido al pueblo al desastre tanto económico como político y se han alejado de Dios. Vuestra tierra devastada, vuestras ciudades incendiadas, vuestros campos, ante vosotros, los devoran extranjeros. Desolación como en la catástrofe de Sodoma.
El Profeta les advierte que el Señor lo que quiere es la conversión radical de todos los que han inducido al pueblo por los caminos de la maldad y del empobrecimiento completo, que incluye lo espiritual. El “resto” es el grupo de quienes se han mantenido fieles pero que están sufriendo los embates de la corrupción.
Les advierte el mismo Profeta a los dirigentes que más que holocaustos y ofrendas lo que se requiere es la atención a los más débiles y a quienes están sufriendo el efecto de sus malas acciones. Ello implica una conversión total: tanto de la dirigencia del pueblo de Israel como de todos aquellos que se han dejado convencer y han optado por una mala conducta sea de conformismo, de menosprecio de Dios y de los hermanos, sea de corrupción o falta de temor de Dios.
Quien logre convertirse, sencillamente alcanzará la gracia de Dios y sus pecados, púrpura como la escarlata, se convertirán en blancura de nieve cual la lana de las ovejas. Así, no sólo se protegerá al “resto” de Israel, sino que se abrirán nuevamente las puertas de la alianza a todos los creyentes en Yahvé que se alejaron, motivados por el egoísmo y el pecado.
Es lo que nos ha sucedido en nuestro país. Ya estamos saturados de análisis y de propuestas, pero hemos de tomar conciencia de una realidad dura: nuestra dirigencia ha preferido irse tras sus propios intereses. La corrupción se ha hecho tan gravemente extendida que ya son muchos los sectores, instituciones y familias que se han dejado alcanzar por ella. Incluso hay gente de Iglesia que, lamentablemente, también han sucumbido ante las tentaciones de la maldad y con su participación en lo negativo o con la mediocridad de sus vidas siguen profundizando la crisis y la condición de desventaja que acogota al pueblo.
Sin embargo existe un “resto”, como aquel de Israel que ha permanecido fiel al Señor y al mandato de la caridad. Pueden pasar desapercibidos por la gravedad de la situación; peor aún, pueden llegar hasta ser considerados como los “necios y tontos” de la sociedad. Sufren el ansia de poder y de dinero de quienes detentan el poder o de aquellos que lo que buscan son sus propios intereses. Estos últimos se suelen disfrazar no pocas veces de “amigos de la Iglesia” y la buscan sólo para que les apoyen en sus planes de lograr nuevamente puestos de poder. Pero, no se distinguen por tener el “gusto espiritual” de ser pueblo, como nos lo sugiere el Papa Francisco.
Se siente una tremenda “orfandad” en el pueblo. Se percibe en el abandono de parte de quienes deberían estar continuamente al lado suyo y no buscándolo de vez en cuando para ver si consiguen sus benevolencias. La Iglesia y algunas instituciones de diverso tipo han ido demostrando que es allí en medio de la gente sufriente donde se ha de estar, para manifestar la fuerza de la solidaridad. Lo hace con sus acciones de caridad operante en tantos barrios y comunidades más débiles y pobres, en la frontera con el sostenimiento y acompañamiento de tantos migrantes, en la búsqueda de insumos y medicinas para todos los que le necesiten, al proponer un serio trabajo de abrir caminos de caridad por razones humanitarias, negadas por quienes prefieren tener los ojos cerrados ante la situación realmente existente.
Ante tantos desafíos que le presenta la situación a la Iglesia, ante la urgente necesidad de manifestarse como una “Iglesia en salida” para ir al encuentro de todos con sus propias acciones solidarias y con su mensaje profético, siempre desde el horizonte del Reino de Dios y desde la opción preferencial por los pobres y excluidos, la Iglesia, con sus pastores y con sus miembros, discípulos misioneros de Jesús, ha de ser una luz de esperanza.
San Juan Pablo II invitó a los Obispos a ser profetas, servidores y testigos de la esperanza (cf. P.Gr. 3). La situación actual nos reta, pues hemos de serlo, con nuestros presbiterios y laicado, con los miembros de la vida consagrada, en un momento cuando están fracasando las esperanzas (cf. Ibidem 4). Sí: aquellas esperanzas puestas en proyectos irrealizables y que se han ido abriendo a posturas totalitarias; cuando las ofertas de no pocos dirigentes, van más en la línea de conseguir lo que habían perdido y llegar a como se dé lugar al poder; al irse deteriorando las condiciones de una vida humana digna; cuando parece perderse el porvenir ante tantas falsas promesas que ocultan proyectos inhumanos… Para muchos fracasan las esperanzas que se colocaron sólo en bases humanas e inmanentistas.
Entonces es cuando surge el desafío de un compromiso evangelizador: ser, repetimos, profetas, servidores y testigos de la auténtica esperanza. La que va más allá de la historia en el encuentro definitivo con Dios; pero que hace posible, en el caminar con la gente que se sienta la fuerza liberadora del Evangelio de Jesucristo. Es cierto que el Obispo no trabaja aisladamente: lo hace con su presbiterio y con los miembros de su Iglesia local. Pero, es el animador de todos para hacer brillar junto con la esperanza la fuerza de la caridad.
Él lo hace desde su profesión de fe en el triunfo novedoso de Jesús con su Resurrección de la cual es testigo y con la cual alienta el ministerio de los sacerdotes y el apostolado de los laicos. La certeza de esta profesión de fe ha de ser capaz de hacer cada día más firme la esperanza de un Obispo, llevándole a confiar en que la bondad misericordiosa de Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación y de ofrecerlos a la libertad de cada hombre. La esperanza le anima a discernir, en el contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida capaces de derrotar los gérmenes nocivos y mortales. La esperanza le anima también a transformar incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento, proponiendo la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza en Jesús, el Buen Pastor, es la que llena su corazón de compasión impulsándolo a acercarse al dolor de cada hombre y mujer que sufre, para aliviar sus llagas, confiando siempre en que podrá encontrar la oveja extraviada. De este modo el Obispo será cada vez más claramente signo de Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia. Actuando como padre, hermano y amigo de todos, estará al lado de cada uno como imagen viva de Cristo, nuestra esperanza, en el que se realizan todas las promesas de Dios y se cumplen todas las esperanzas de la creación (P.Gr. 4).
Ante el Señor Sacramentado, listos para comenzar nuestra Asamblea Episcopal, es lo que queremos hacerle saber a nuestro pueblo al cual pertenecemos y de quien somos servidores. A ese pueblo, sobre todo el más sufrido, a quienes se han empeñado a acompañarlo con tantísimas acciones de solidaridad, a los que se decidan convertirse de su maldad para volver sentirse pueblo, sencillamente les invitamos a unirse a nosotros y a toda la Iglesia y así manifestarnos como Servidores del Evangelio para la esperanza del mundo (cf. P.Gr 5). De este modo, viviendo como hombres de esperanza y reflejando en el propio ministerio la eclesiología de comunión y misión, los Obispos deben ser verdaderamente motivo de esperanza para su grey. Sabemos que el mundo necesita de la «esperanza que no defrauda» (Rm 5, 5). Sabemos que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que brota de la Cruz (P.Gr. 5)
Nuestra oración se convierte en testimonio mediante la caridad. En estos días volveremos nuestra atención a muchos temas importantes, pero sin dejar a un lado la caridad pastoral que nos mueve, a imagen del Pastor Bueno, a ser sostenedores de la esperanza pues estamos dispuestos a ofrendar nuestras vidas por los demás y, como nos sugiere el Papa Francisco, a hacer sentir el “olor a ovejas” con fragancia de esperanza. Nuestra palabra va dirigida a todos: a quienes tienen la responsabilidad de dirigir los destinos de la nación, para que también cambien y demuestren que están al lado de todos y pensando en el auténtico progreso de Venezuela, en la defensa de la institucionalidad y de la Constitución; a los que se sienten servidores del pueblo y proponen auténticas soluciones para que no piensen en sus mezquinos y particulares intereses; a los que se han dejado envolver por la corrupción y sus consecuencia, también llamados a convertirse; al pueblo fiel, sufriente y desamparado…es una Palabra que brota del amor de un Dios nacido en Belén para conseguirnos la libertad de los hijos de Dios.
Para ello nos acompaña la Madre del Señor, nuestra Señora de Coromoto: con ella, podemos volver a experimentar ciertamente lo que cantó en su himno de alegría: la misericordia de Dios se sigue manifestando de generación en generación. Amén