Con frecuencia recuerdo aquellos días de mi infancia, sin tecnologías, aunque los vecinos tenían un televisor Silvana de 19 pulgadas. Después de la escuela hacia la tarea a la velocidad del rayo para poder coger la calle a jugar. Jugábamos metras, trompo, béisbol o voleibol, el juego de las “40 matas” y hasta bingo y “preñao” (un juego de cartas), no apostábamos dinero sino botones. Al llegar la tarde estaba uno más podrío que cabullita de mortadela y había que bañase rapidito porque a las 6 pasaban Monstruos del Espacio (Goldar) o El Zorro en el otro canal, y no podías perderte ni un capítulo, a pesar de que los repetían constantemente. A la escuela iba uno con un real (0,50 Bs.) lo que alcanzaba para merendar una galleta de soda y una cocacola de botella, bien fría.
Al llegar las vacaciones había el doble de tiempo para jugar y callejear. Había que buscar kilos de barro para hacer bolitas y conseguir un adulto de buen humor que te hiciera una buena honda.
El maestro Hunaldo nos llevaba con frecuencia a un hato de su propiedad, donde tenía muchos chivos y cabras y hacia “cuajaítas” (Queso de cabra) para vender. Cuando llegaban las lluvias era la gran fiesta. Todos en el barrio nos echábamos a la lluvia y mientras más te mojaras mejor. El resfriado te lo quitaban con limonada caliente y uno que otro guamazo por desobediente. Cuántos sueños soñados y cuántas aventuras vividas en aquellos barquitos de papel que recorrían raudos los riachuelos que dejaba la lluvia.
Por los meses de abril y mayo llegaban las taritas, y había que tener un buen chucho para cazarlas. Era inmensa la cantidad de mariposas en las salinas de la Cañada. Y si había viento, pues tenías que hacerte tu volantín y seguir la diversión. Ya más grandes y al llegar diciembre,
aprendíamos a patinar con aquellos patines de hierro, de cuatro ruedas (rolineras) siempre prestados y por lo general con uno solo, o con las famosas patinetas de madera hechas en casa. Casi no tenía uno suficiente cuero para todos los raspones con la carretera.
Y si lograba uno ponerse en una bicicleta, entonces aquello era otro nivel de diversión.
Uno hacia lo que fuera para trabajar y conseguirse su dinerito, desde limpiar patios y casas y lavar carros y corotos (trastes), y hasta sacarle las canas a cualquier adulto, porque te pagaban hasta un bolívar por cada 20 canas.
Eran famosos los “sancochos de tienda”, que era merendar en cualquier bodega con una cocacola o grapette y una pasta bandera o dos galletas de huevo.
Yo no se cuántas veces al año la gente compraba ropa, pero uno esperaba ansioso la Navidad porque tendría sus estrenos para el 24 y para el 31, y seguramente, si todavía creía en la visita del Niño Jesús, tendría su regalo en Nochebuena.
No terminaría nunca de contar, pero digamos que así creciamos y nos criaban en La Cañada hasta que aparecieron el Walkman y el Atari y los muchachos cuyas familias tenían más cobres ya no quisieron salir a jugar. Se quedaron de pronto sentados frente al televisor y con unos audífonos en sus orejas.
Pero bueno, cada tiempo tiene sus ventajas y sus desventabas; debilidades, fortalezas y amenazas, dirían los técnicos de los análisis FODA. Yo, debo decirlo, en mis tiempos y a mis modos, crecí feliz.
Ya no recuerdo por qué quise escribir todo esto, pero lo comparto.
Padre Alberto Gutiérrez