Jueves Santo: Amor –Eucaristía – Sacerdocio

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Dios ama hasta el extremo, hasta las últimas consecuencias, hasta el detalle más mínimo.

El mandamiento nuevo

Hoy conmemoramos el  Jueves Santo, el día en el que el Señor, en la intensa intimidad del Cenáculo, habla tranquilo y solemnemente del mandamiento nuevo del amor. Comienza el Señor por lavarles los pies a sus discípulos. ¡Qué gran gesto de cariño! El Señor los quiere limpios de alma para acercarse a la sagrada mesa y acceder después al sacerdocio. Les quiere dar todo. Es su despedida y empieza a repartir la inestimable herencia. Se pone en acción el formidable amor de Dios.

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. El amor de Dios no se queda en buenos deseos, ni en mezquindades. Dios ama hasta el extremo, hasta las últimas consecuencias, hasta el detalle más mínimo. ¿Cómo es tu amor?: de palabra, de compromiso, de medianías, de buenos propósitos, sin consecuencias prácticas, cansino, tibio, desnaturalizado, teórico, sin garra, envejecido, sin ilusión, raquítico… Nos falta coraje para amar hasta el extremo. Nos falta audacia para entregarnos sin cálculos egoístas.

El  Amor del Señor es un amor hasta el fin de su vida en la Cruz, y hasta el fin de los tiempos en el Sagrario. Estos son nuestros poderes: el amor de un Dios incansable, su cariño sin medida por los hombres. Esta es nuestra felicidad: saber que tenemos a Dios a nuestro lado. Como el Padre me ha amado a mí, así os amo yo a vosotros. ¿No es para deshacernos en acción de gracias?

Después que les lavó los pies y tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ´el Maestro´ y ´el Señor´, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. Ya sabemos cómo hay que amar: con obras: «Obras son amores», dice el refrán.

Y el Señor, en aquella conmovedora despedida íntima, no se cansa de repetirles la necesidad del mutuo amor, que se ha de convertir en el distintivo del discípulo de Cristo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros.

La caridad mantiene viva la llama de la fe y la esperanza. El amor nos une a Dios y estrecha nuestros lazos con los hermanos. Amor a Dios y amor a los hombres. «De estos dos preceptos penden la ley y los Profetas: del amor a Dios y del prójimo».

El misterio de la Eucaristía

Jueves Santo es esencialmente el día de la Eucaristía. Es el Sacramento de la grandeza de un Dios que hace por el hombre «locuras» para que podamos gozar de su cariñosa presencia. La Eucaristía es el Sacramento de la humildad de Dios: «Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario… —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.

Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! («Nuestra» Misa, Jesús…).

La Eucaristía es el amor en su máxima expresión: la entrega incondicional, la disposición permanente y absoluta. «Nos encontramos en la encrucijada de los grandes caminos de los destinos históricos, proféticos y espirituales de la humanidad: aquí se concluye el Antiguo Testamento; aquí se inaugura el Nuevo; aquí el encuentro con Cristo, de evangélico y particular, se hace sacramental y universalmente accesible; aquí la intención fundamental de su presencia en el mundo, con la celebración de los dos misterios esenciales de su vida en el tiempo y en la tierra, la Encarnación y la Redención, se manifiesta en gestos y palabras inolvidables: «sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (lo 13,1), es decir, hasta el último límite, hasta el don supremo de sí.

«Este es el tema en el cual debemos fijar nuestra atención. No seremos verdaderamente capaces de hacerlo, lo mismo que nuestros ojos humanos y creyentes no deberán cansarse de contemplar lo que el misterioso fulgor de la última Cena hace resplandecer ante nosotros: los gestos del amor que se ofrece y que se da, los cuales asumen el aspecto y la dimensión de un amor absoluto, divino: el amor que se expresa en el sacrificio» .

La Eucaristía exige de nosotros: agradecimiento, necesidad de recibirle, amor a la Misa, respeto y reverencia. En definitiva, valorar lo que significa la presencia real de Dios junto a nosotros.

El misterio del sacerdocio

Otro motivo importantísimo para dar gracias al Señor en este día grande es el habernos dejado la maravilla del sacerdocio católico. El sacerdocio es algo que todos debemos sentir como nuestro. Gracias al sacerdote Cristo sigue entre nosotros bautizando, perdonando, dándose en comida, ofreciendo el sacrificio eucarístico, santificando el matrimonio, confirmando nuestra fe, acompañando al cristiano en el transcendental momento de pasar de esta vía a la Vida definitiva. Hoy es día de agradecer el sacerdocio y pedir por los sacerdotes en una oración intensa.

Un Jueves Santo, decía Pablo VI hablando de los sacerdotes: «El prodigio continúa: ´Haced esto en conmemoración mía´; el sacerdocio católico nació de este amor y para este amor; todo fiel cristiano estará así invitado a esta mesa inefable, a esta incomparable comunión: ´nosotros, dirá el Apóstol, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, porque todos participamos en un único pan´ (1 Cor 10,17).

Aquí el espíritu, concentrado en la contemplación del misterio eucarístico, descubre el perfil del ´Cristo total´: Jesús, la cabeza, y sus miembros formando un único Cuerpo místico, su Iglesia, que vive en El animada por el Espíritu Santo: Ahí están los millares y millares de elegidos a la participación del sacerdocio de Cristo, ´raza que el Señor ha bendecido´, como hemos leído esta mañana en la Misa Chrismali (Is 61,9); son nuestros hermanos, son nuestros colaboradores, a los cuales ha sido confiado el sacerdocio ministerial, esta especie de potestad prodigiosa que nos identifica, en ciertos aspectos, con el mismo Cristo, al hacernos capaces de actualizar su presencia sacramental, y de resucitar las almas muertas por el pecado en virtud de su eficaz misericordia. En este momento, el saludo gozoso y emocionado  de nuestra comunión en Cristo, único y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, sancionada por El en la Cena sacrificial y memorial del Jueves Santo, se dirige a vosotros, sacerdotes aquí presentes, y a todos y cada uno de los sacerdotes de la Santa Iglesia extendidos por toda la tierra» .

El sacerdocio es esencial en nuestra Iglesia, por eso el enemigo lo primero que intenta es corromper a estos hombres llamados por Dios para servir a los fieles. Y por eso los fieles, como preocupación primordial en la vivencia de su fe, han de cuidar con escrupulosidad de sus hermanos los sacerdotes. Este cuidado se ha de traducir en una oración ferviente por su fidelidad y santidad; en un apoyo humano para que se sienta animado en su difícil tarea; en una amistad familiar y respetuosa para que no se encuentre solo; en un agradecimiento espiritual y humano por su entrega a nuestro servicio; en secundar sus evangélicas indicaciones para que no se desaliente ante la indiferencia. En definitiva, se trata de dejarnos guiar por este instrumento maravilloso que es el sacerdote, para alcanzar la santidad a la que hemos sido llamados.

¡Jamás debemos descuartizar al sacerdote con nuestra mordaz crítica! ¡No podemos hundirlo con la calumnia! No tratemos de utilizarlos para nuestros fines egoístas. No se les puede abandonar en su tarea como si la Iglesia fuese solamente cosa de ellos. Tampoco debemos cometer la gran injusticia de no atender sus necesidades materiales, cuando lo ha dejado todo por servirnos.

Es demasiado grande una vocación sacerdotal para que, seguramente sin mala intención, la arrinconemos con la incomprensión, la indiferencia, el olvido, el menosprecio…

¡Cuántas vidas sacerdotales se han perdido porque no hemos sabido cuidarlas! Alguna vez nos pedirá cuentas Dios de los sacerdotes que puso a nuestra disposición.

«El sacerdocio cristiano está, pues, íntimamente unido al misterio, a la vida, al crecimiento y al destino de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo. El sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor nupcial y tiene con él y sobre él —que hace las veces de Cristo, su Esposo— relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser destinatario.

…Elegido, consagrado y enviado para formar y alimentar a la Iglesia con la Palabra y la gracia de Dios, el sacerdote comprende existencialmente, en su vida pastoral, la grandeza a la vez divina y humana de su vocación, descubriendo la necesidad que los demás hombres tienen de él. Siente que su corazón se dilata, y que su afectividad y capacidad de amar se realizan plenamente en la tarea pastoral y paterna de engendrar gozosamente al Pueblo de Dios en la fe, de formarlo y llevarlo como virgen casta (Cfr. 2 Cor 11,2) a la plenitud de vida en Cristo».

Esto es el sacerdote: un hombre de Dios, entregado a las cosas divinas, y sirviendo incondicionalmente a sus hermanos. Si la Iglesia tiene planteado hoy un tema primordial, es el de las vocaciones al sacerdocio, el de la fidelidad y santidad de sus sacerdotes, el de la identificación del sacerdote con su específica e irrenunciable misión sagrada.

Del sacerdote lo espera Dios y la Iglesia todo. A los pies de Cristo Eucaristía que reposa vivo en el litúrgico monumento, vamos a pedir por todos los sacerdotes para que el Señor les dé la fortaleza necesaria para seguir cumpliendo su tarea con toda fidelidad.

Que el Señor nos dé un amor limpio al sacerdocio y sepamos respetar su dignidad correspondiendo incondicionalmente a su total entrega.