Cardenal Baltazar Porras Cardozo
Parece una quimera afirmar que la defensa de la vida es el valor supremo que no admite excepción. Diversas instancias internacionales lo tienen entre los derechos inalienables de todo ser humano. Nos jactamos de pertenecer a las generaciones que proclaman a voz en cuello los derechos humanos en todas las constituciones y proclamas internacionales. Pero, parece letra muerta porque nunca había sufrido la humanidad tantas mortandades provocadas por el ser humano como en siglo XX y lo que va de este tercer milenio. Las epidemias más espantosas y las guerras que han azotado a los pueblos de todos los tiempos y lugares, palidecen ante lo que nos ha tocado vivir.
Recordamos en estos días los 75 años de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki que destruyeron a millares de vidas inocentes con secuelas que todavía perduran. Los llamados a poner coto a las armas nucleares como instrumentos de destrucción de la humanidad no han encontrado respuesta satisfactoria entre los potentados de la tierra y entre los dirigentes de países que ven en el terrorismo la mejor manera de implantar regímenes de terror y esclavitud a nombre de ideologías inhumanas que llevan a los más débiles al sufrimiento y a la muerte.
A las numerosas guerras que padeció el planeta en el siglo pasado, a la manipulación genética para producir seres humanos “a la carta”, la epidemia de gobiernos dictatoriales convertidos en gurúes de la verdad y de las voluntades de la gente, se suma la indiferencia animada por el fanatismo de diverso pelaje, pues a nombre de ideologías trasnochadas se descalifica los logros de las democracias auténticas que, a pesar de las deficiencias de toda obra humana son mejores que las propuestas de iluminados que están generando un desprecio impresionante a los derechos humanos. Las prácticas represivas y las torturas se multiplican y justifican hasta en los países más civilizados. El fin nunca justifica los medios.
Desde los atentados de las Torres Gemelas se multiplican las formas de acabar con la vida de miles de personas por la sinrazón de sentirse con el derecho de protestar llevando al cadalso a gente indefensa e inocente. El ecumenismo que en el campo religioso promueve el intercambio y el respeto de las creencias se ve golpeado por los ya numerosos atentados en templos, a personas y a edificaciones, algunas con larga historia patrimonial. ¿Es que la cultura de la intransigencia, de la intolerancia, se va a convertir en la ley suprema, en la que la astucia y el poder están por encima de cualquier otro postulado?
La explosión en el puerto de Beirut golpea de forma inmisericorde al sufrido pueblo libanés, agrega un hecho luctuoso más, de dimensiones incalculables, poniendo en jaque la confianza y credibilidad en las instituciones públicas que tienen la primera misión de garantizar un mínimo de seguridad y tranquilidad a la población. Cómo una carga tan peligrosa, decomisada hace años, permanece intocada sin que nadie tome cartas en el asunto. Ahora, después del siniestro, se abren averiguaciones para establecer responsabilidades… Pero, ¿quién recoge las lágrimas y el sufrimiento, las heridas y el desconsuelo de miles y miles que lloran la absurda desaparición de sus seres queridos?
Nunca habíamos tenido unas declaraciones más bellas que las contienen los Convenios de Ginebra. Pero se quedan en el vacío si no dan pie a algo más que firmar acuerdos, o multiplicar controles policiales. Hace falta inculcar otra cultura para que quienes gobiernen o tengan acceso a las armas y a la tecnología no se conviertan en destructores de la humanidad. Todos los Papas del siglo XX fueron adalides de la paz y dieron testimonios fehacientes de su lucha por la paz y la concordia. El Papa Francisco de forma reiterativa ha levantado su voz: hace falta multiplicar los instrumentos jurídicos internacionales que imponen límites al uso de la fuerza. “No olvidemos que la guerra y el terrorismo son siempre una pérdida grave para toda la humanidad”.
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