Por Mons. Fernando Castro Aguayo
Al visitar a la gente más sencilla, gente como nosotros, gente muy religiosa, agradecidas por la presencia del sacerdote, compartimos tanto dolor, tanta precariedad.
Hay “botones de muestra” porque la miseria campea. La desnutrición, la ociosidad, los niños sin control, la lucha por sobrevivir son cosas patentes a todos. Se suma, la despreocupación por la familia. Muchachos sin hacer nada, carencia de caminos de preparación para el trabajo, irrespeto a la mujer, que muchas veces en el hogar no ha aprendido a ser mujer digna y respetada. Hombres que tampoco aprendieron en el hogar a darle la dignidad y el respeto a las mujeres. Esto genera mucha violencia familiar y social, y otros problemas gravísimos, no exagero, que trascienden este artículo.
Quizá ante estas cosas deshilvanadas uno se llena de preocupación, temor y miedo. La semana pasada escribí sobre “la ira incontenible” que produce la falta de gasolina. La parálisis inevitable que, además, se agrava por la pandemia, y causa el confinamiento porque los contagios aumentan.
El miedo es una sensación provocada por la presencia de un peligro real o imaginario. Todos podemos sentir miedo al ver un pueblo como un edificio en ruinas: en las relaciones humanas, en la falta de trabajo, en la desconfianza en los cuerpos de seguridad, en la administración de justicia, en la articulación social para educar y levantar una familia. Es como una tormenta gigantesca.
Este miedo es real y ocultar las dificultades es una mentira de proporciones. A la vez, sabemos que la libertad del hombre, la capacidad de bien, de poner el corazón en crear procesos y caminos para fortalecer la persona, la familia y las pequeñas comunidades, es una realidad.
La frase más repetida en los labios de Jesucristo es “No teman”. El Señor confía Venezuela a los venezolanos, a nuestra capacidad de donación a la patria. Cada día es un reto para dar un paso adelante, para trabajar y para sumar voluntades. El Evangelio de Jesucristo es un buen impulso que nos ayuda a huir del mayor peligro: la pasividad.
+ Fernando Castro Aguayo
fcastroa@gmail.com
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