Alicia Álamo Bartolomé:
Ese vasto silencio del cual acabamos de hablar, como marco de la Nochebuena, está ciertamente poblado de la figura de San José. Pero hay algo más, el Patriarca mismo es, todo él, un vasto silencio. Si hay un signo que marque la historia de este personaje, es su silencio. José no habla en todo el Evangelio canónico. A menudo se nos dice que la Virgen casi no habla en el relato evangélico, cierto, pero algo dice: contesta a Gabriel el día de la Anunciación, establece un diálogo con él; responde a la salutación de su prima Isabel nada menos que con el Magnificat; demanda una explicación al Hijo cuando éste se pierde y lo encuentra discutiendo con los doctores en el templo; y finalmente, son sus palabras las que piden el primer milagro en las bodas de Caná, y las que orientan a los servidores y a nosotros mismos en el camino expedito para recibir la gracia de Cristo: “Haced lo que él os diga” 1.
De ahí en adelante María calla. San José calla desde el principio. Ni siquiera en ese momento angustioso de la pérdida del Niño, ni cuando la ansiedad se transformó en alegría al encontrarlo, se deja oír. Es ella, María, la que inquiere: “¿Hijo, por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, Ilenos de aflicción, te hemos andado buscando” 2. Este detalle es importante. Pareciera lógico en aquél país y en tal momento histórico, que el padre de familia tomara en sus manos tanto la indagación como la reprimenda, porque aunque no era el verdadero padre de Jesús, lo era a los ojos del mundo y además por la confianza que Dios depositó en él dejando a su cuidado semejante Hijo y semejante Madre. Sin embargo, José calla, deja la palabra a su esposa.
Silencio poblado de ternura porque José sabe amar callando. Su primera aparición en la narración evangélica ya da cuenta de esta capacidad de no decir nada, de no comentar, de no gastarse en palabras. ¡Ah, nosotros, que nos perdemos tanto en comentarios inútiles! Cuando María concibió aquél fruto del Espíritu Santo, José guardó silencio, tan sólo “deliberó repudiarla en silencio” 3. Fue un silencio doloroso, lleno de dudas. Estas eran más por la conducta que debía seguir que por sospechar alguna indignidad en María. No podía surgir tal idea en su corazón puro. Se plantearía su ignorancia, su desconocimiento de los planes de Dios, hasta la propia falta como guardián de aquella doncella encomendada a su protección, puesto que ya estaba desposado con ella. “Como era justo” 4, dice el mismo evangelista, no podía pensar en una mancha en la Inmaculada Concepción. El justo ve más allá de su mismo entendimiento o conocimiento, como es puro, capta y refleja la pureza. Él se miraba en María y María se miraba en él. No podía infamarla, no sólo por caridad y para evitarle las consecuencias de una ley dura, sino porque no podía creer en la falta. El silencio era el mejor camino, para éI, que siempre había vivido en silencio.
Silencio de su vida. Nunca había hecho nada extraordinario. Tenía, sí, una cierta aristocracia de sangre: era de la estirpe de David, pero allí terminaba su gloria terrena. Lo demás era un oficio común, humilde, hecho la mayor parte del tiempo en silencio. El artesano trabaja con las manos.
Mientras, la atención puede estar allí, concentrada en ese trabajo, si así lo requiere éste; o bien en otros pensamientos cuando la tarea se vuelve de rutina, movimiento repetido, como cepillar la madera, por ejemplo. Entonces la mente se puebla de asociaciones diferentes; o, si hay con quién, tal vez la lengua se desate.
José no debió ser un hombre de muchas compañías. Había nacido predestinado para el trabajo y la contemplación. El silencio era su ambiente y lo nutría de oración. Quizás cantaba cuando hacía una labor monótona. El corazón alegre celebra internamente, pero a menudo esta alegría se exterioriza en canto. Sobre todo en las almas sencillas. El pueblo canta cuando trabaja. La canción es una forma de silencio porque sirve para sujetar la imaginación que a veces se alborota y, sin ruidos externos, es capaz de armar la algarabía, el desorden en el alma. Las palabras cantadas encaminan el pensamiento y le dan ritmo preciso al movimiento de la mano trabajadora. La tradición judía, Ilena de salmos, daba buen alimento a esta forma de oración que bien pudo tener José en la paz de su taller.
El joven israelita debió ser parco y a la vez afable. Sus amigos se sentirían acompañados con la claridad de su mirada, con su sonrisa pronta y su presencia serena, firme, más que con su charla. Como buen silencioso, sabia escuchar. Ayer, como hoy, muchos desean ser escuchados para compartir sus angustias o sus alegrías. Saber escuchar, no interrumpir, es un don y una gracia de las almas justas que no buscan ser el centro de la conversación. Sólo les interesa centrarse ellas en el amor de Dios. Allí converge todo. Oyen al prójimo porque aman a Dios y ven su voluntad a través de ese problema ajeno. Porque la voluntad de Dios es que le sirvamos sirviendo a los demás.
El silencio de José es emulativo para nosotros. Podemos ir Ilegando a éste por etapas sucesivas, por prácticas sin prisas pero con el deseo de avanzar. Es un internamiento necesario para la floración de la personalidad. Hacer silencio en el alma es escuchar hacia adentro. Como el árbol: crece hacia el sol desplegando su lozanía mientras sus raíces avanzan en lo profundo de la tierra y se nutren de ella, en oscuridad, en silencio. En la raíz de nuestro silencio interior encontramos a Dios. Debemos aprender a Ilegar allí. Primero nos recogemos alejándonos de los ruidos externos, nos guardamos de hablar. Son los días anuales de retiro espiritual, de reposo y a la vez de acción, pero otro tipo de acción. Cesan los afanes de la vida cotidiana y nos disponemos, primero a oír hablar de Dios, después a oír hablar a Dios. Esa palabra es nuestro alimento, la digerimos en silencio hasta hacerla sangre del alma, savia de la vida apostólica. En cada dia del año este recogimiento se repite en alguna hora dispuesta para el diálogo con el Creador.
Cuando volvemos a la ebullición del mundo hay una fuerza renovada en nosotros. Vamos aprendiendo a tener vida interior aun en medio de ese ambiente del trabajo o de la vida social. El silencio interior puede estar presente dentro de la algarabía exterior. Nuestra existencia se desenvuelve naturalmente como José en su taller. Él trabajaba con sus músculos o su cabeza, pero cantemplando a la Madre y al Niño: ya porque estuvieran allí acompañándolo, ya porque eran siempre la imagen viva en su pensamiento.
Las escenas del taller de José son tema para Ilenar nuestro silencio, inagotable manantial para rociar de frescura nuestra vida interior, sea cual fuere nuestra vocación, profesión u oficio. El silencio de José le sirve al monje como al obrero, al médico, al ama de casa, al artista. Sirve porque es nutricio. Es el hombre que más cerca ha estado de Dios y de su Santa Madre, no necesitó palabras para expresar su gozo, ni interrupciones en su diaria labor de artesano para vivir su vocación contemplativa.
En José se resume el ideal vocacional cristiano de los hombres y mujeres que trabajamos en el mundo, al cual debemos santificar mientras nos santificamos. Aprender a ser silenciosos a la par que nos desenvolvemos normalmente en nuestro ambiente y cumplimos una misión humana, social, temporal, es para cada quien una tarea distinta con una sola meta: el encuentra con Dios. Para unos el aprendizaje será rápido, para otros les costará muchos años; algunos habrán nacido con las condiciones propicias, las cuales sólo tienen que orientar hacia Dios. Quizás haya quienes jamás podrán ser verdaderamente silenciosos y en esa lucha por serlo estará su propio enriquecimiento; se sumergirán definitivamente en el silencio de la visión beatífica cuando su vida se acalle por la muerte.
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