Pbro. Rafael María de Balbín
Hay un banquete totalmente singular, que no es para nutrir el cuerpo, sino para sustento del alma. Es el que quiso establecer Jesucristo, para alimentar la vida espiritual de los cristianos. En la Misa, además de renovar el sacrificio redentor, se nos ofrece también el banquete sagrado de la Comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. El altar del sacrificio es a la vez la mesa del Señor en que se nos ofrece el alimento.
El Señor nos invitó con apremio a recibirle en la Comunión eucarística: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan 6, 53). Ante ese insondable misterio de fe y de amor el cristiano, que recibe al mismo Jesucristo bajo las apariencias del pan y del vino, debe prepararse esmeradamente, según la exhortación de San Pablo: “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1 Corintios 11, 27-29). Por ello: “Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1385).
Asumiendo la humildad y la fe del centurión (cf Mateo 8, 8), el fiel cristiano repite: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Forma parte de la preparación el ayuno previo prescrito por la Iglesia, así como los gestos y el atuendo del cuerpo, que expresan la importancia y el gozo espiritual de quien comulga. Siempre que sea posible es aconsejable la Comunión dentro de la Santa Misa, con frecuencia y devoción. Hay un mínimo preceptuado por la Iglesia: una vez al año en tiempo pascual. Si bien la Comunión bajo las dos especies de pan y de vino significa mejor el contenido del sacramento, por razones pastorales en el rito litúrgico latino se recibe habitualmente la Comunión sólo bajo la especie de pan, y ello es perfectamente razonable ya que está todo Cristo bajo cada una de las especies.
Analógicamente, lo mismo que es la comida para el alimento del cuerpo, es la Comunión para la vida y el vigor del alma. La Comunión nos aparta del pecado, ya que, al unirnos con Cristo, purifica el alma del residuo de los pecados cometidos y nos fortalece para evitar los pecados futuros. Sin embargo la Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales: esto es propio del sacramento de la Penitencia. En cambio borra los pecados veniales y nos ayuda a purificar el corazón.
La Comunión contribuye a la unidad de la Iglesia: verdaderamente la Eucaristía construye la Iglesia, pues nos une a su Cabeza, que es Cristo, y a todos los demás cristianos, especialmente los más necesitados; “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la Sangre de Cristo?, y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan” (1 Corintios 10, 16-17). La Eucaristía fomenta la unidad de los cristianos que Jesucristo quiso, ya que es sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad (Cf SAN AGUSTÍN. Sobre el Evangelio de San Juan 26, 13). “Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en Él” (Catecismo…, n. 1398). La Eucaristía es también como un anticipo y prenda de la futura gloria, de la contemplación y unión amorosa con Dios en el cielo por toda la eternidad.
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