Padre José Andrés Bravo H.
El mismo día de su elección como Obispo de Roma, el 21 de junio de 1963, el Papa Pablo VI manifiesta que continúa el Concilio bajo su responsabilidad, y fija el tema central: “La Iglesia en el mundo de hoy”.
Una de sus más importantes intervenciones es el discurso inaugural de la segunda sesión el 29 de septiembre del mismo año. Es, por cierto, un texto de gran sentido humanístico. Una lectura atenta nos conduce a un mayor entendimiento de la Gaudium et spes. Comienza exaltando el valor del Concilio. Cree que es signo que revela el Misterio de la Iglesia, en su unidad y catolicidad, así como su misión de servicio a la humanidad: “Este espectáculo, que muestra la universidad de la Iglesia, nos lleva a pensar no sólo en el origen apostólico de la Iglesia, que aquí se hace como visible y real, sino también en su finalidad: llevar a los hombres a la santidad, que es lo que pretende nuestra querida Iglesia”. De esta manera, hablando directamente a los padres conciliares, les indica el camino que ha de seguir el Vaticano II: Profundizar la definición de la Iglesia, la renovación eclesial, restablecer la unidad de todos los cristianos y el diálogo con el mundo actual. A este último objetivo, tan caro para la Iglesia, es a lo que responde la Gaudium et spes. Esta Constitución será pues, la llegada a la Tierra Prometida, así se cumplió con el objetivo final del Concilio. Es que cuando la Iglesia se renueva buscando su Misterio en el Misterio de Dios, Comunión de Amor, Trinidad Santa, se expresa como Sacramento de Comunión, es decir, signo e instrumento de la unidad de los seres humanos entre sí y todos, en comunión fraterna, con Dios. De ahí, “la Iglesia descubre y reafirma su cometido misionero, que se le ha confiado y que es su obligación más importante. Consiste, conforme al mandato recibido, en anunciar gozosamente el Evangelio a todos sin distinción de personas”. La Iglesia del Vaticano II es una samaritana, la humilde servidora de la humanidad.
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