Homilía del Papa Francisco en su primera Misa en el Congo

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Cortesía de ACI Prensa

En el segundo día de su visita apostólica a la República Democrática del Congo, el Papa Francisco presidió este 1 de febrero la Santa Misa en el aeropuerto de Ndolo, en Kinshasa.

A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco:

Bandeko, bobóto [Hermanos y hermanas, paz]. R/Bondeko [Fraternidad].

Bondeko [Fraternidad]. R/ Esengo [Alegría].

Esengo, alegría: la alegría de verlos y encontrarlos es grande; he anhelado mucho este momento, ¡gracias por estar aquí!

El Evangelio acaba de decirnos que también la alegría de los discípulos era grande la noche de Pascua y que esta alegría surgió “cuando vieron al Señor” (Jn 20,20). En ese clima de alegría y asombro, el Resucitado habla a los suyos. ¿Y qué les dice? Ante todo, estas palabras: “¡La paz esté con ustedes!” (v. 19). Es un saludo, pero es más que un saludo: es un envío.

Porque la paz, esa paz anunciada por los ángeles en la noche de Belén (cf. Lc 2,14), esa paz que Jesús prometió dejar a los suyos (cf. Jn 14,27), ahora, por primera vez, es entregada solemnemente a los discípulos. La paz de Jesús, que también se nos entrega en cada Misa, es pascual; llega con la resurrección, porque antes el Señor tenía que vencer a nuestros enemigos, el pecado y la muerte, y reconciliar al mundo con el Padre; tenía que experimentar nuestra soledad y nuestro abandono, nuestros infiernos, abrazar y salvar las distancias que nos separaban de la vida y de la esperanza. Ahora, terminadas las distancias entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre, la paz de Jesús se da a los discípulos.

Pongámonos, pues, en su lugar. Aquel día estaban completamente aturdidos por el escándalo de la cruz, heridos interiormente por haber abandonado a Jesús, escapando; decepcionados por el desenlace de su historia, temerosos de acabar como él. En ellos había sentimientos de culpa, frustración, tristeza, miedo.

Sin embargo, Jesús anuncia la paz mientras el corazón de los discípulos está lleno de escombros; anuncia la vida mientras ellos sienten dentro la muerte. En otras palabras, la paz de Jesús llega en el momento en que todo parecía haber terminado para ellos, en el momento más imprevisto e inesperado, cuando no había atisbos de paz.

Así actúa el Señor: nos asombra, nos tiende la mano cuando estamos a punto de hundirnos, nos levanta cuando tocamos fondo. Hermanos, hermanas, con Jesús el mal nunca prevalece, nunca tiene la última palabra. “Porque Cristo es nuestra paz” (Ef 2,14) y su paz triunfa siempre.

Por eso, los que pertenecemos a Jesús no podemos dejar que prevalezca en nosotros la tristeza, no podemos permitir que crezca la resignación y el fatalismo. Si a nuestro alrededor se respira este clima, que no sea así para nosotros. En un mundo abatido por la violencia y la guerra, los cristianos hacen como Jesús. Él, casi insistiendo, repitió a los discípulos: “¡La paz, la paz esté con ustedes!” (cf. Jn 20,19.21); y nosotros estamos llamados a hacer nuestro y proclamar al mundo este anuncio profético e inesperado de la paz.

Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo conservar y cultivar la paz de Jesús? Él mismo nos señala tres fuentes de paz, tres manantiales para seguir alimentándola. Son el perdón, la comunidad y la misión.

Veamos la primera fuente: el perdón. Jesús dice a los suyos: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen” (v. 23). Pero antes de dar a los apóstoles el poder de perdonar, los perdona; no con palabras, sino con un gesto, el primero que el Resucitado realiza ante ellos.

Dice el Evangelio que Él “les mostró sus manos y su costado” (v. 20). Es decir, les muestra las llagas, se las ofrece, porque el perdón nace de las heridas. Nace cuando las heridas sufridas no dejan cicatrices de odio, sino que se convierten en un lugar para hacer sitio a los demás y acoger sus debilidades. Entonces las fragilidades se convierten en oportunidades y el perdón en el camino hacia la paz.

No se trata de dejarlo todo atrás como si nada hubiera sucedido, sino de abrir a los demás con amor el corazón. Esto es lo que hace Jesús. Ante la miseria de quien lo negó y abandonó, muestra las heridas y abre la fuente de la misericordia. No usa muchas palabras, sino que abre de par en par su corazón herido, para decirnos que Él está siempre herido de amor por nosotros.

Hermanos, hermanas, cuando la culpa y la tristeza nos oprimen, cuando las cosas no van bien, sabemos dónde mirar: a las llagas de Jesús, dispuesto a perdonarnos con su amor herido e infinito.

Él conoce tus heridas, conoce las heridas de tu país, de tu gente, de tu tierra. Son heridas que queman, continuamente infectadas por el odio y la violencia, mientras que la medicina de la justicia y el bálsamo de la esperanza parecen no llegar nunca.

Hermano, hermana, Jesús sufre contigo, ve las heridas que llevas dentro y desea consolarte y sanarte, ofreciéndote su Corazón herido. Dios repite a tu corazón las palabras que pronunció hoy por medio del profeta Isaías: “Lo sanaré, lo guiaré y lo colmaré de consuelos” (Is 57,18).

Juntos, hoy creemos que con Jesús siempre tenemos la posibilidad de ser perdonados y volver a empezar, y también la fuerza para perdonarnos a nosotros mismos, a los demás y a la historia.

Esto es lo que Cristo desea: ungirnos con su perdón para darnos la paz y el valor de poder también nosotros perdonar; el valor de realizar una gran amnistía del corazón. ¡Cuánto bien nos hace limpiar nuestros corazones de la ira, de los remordimientos, de todo resentimiento y envidia!

Queridos amigos y amigas, ¡que hoy sea el momento de gracia para acoger y experimentar el perdón de Jesús! Que sea el momento adecuado para ti, que llevas una pesada carga en el corazón y necesitas que te la quiten para poder volver a respirar.

Que sea el momento oportuno para ti, que en este país te dices cristiano, pero cometes actos de violencia; a ti el Señor te dice: “Deja las armas, abraza la misericordia”. Y a todos los lastimados y oprimidos de este pueblo les dice: “No teman poner sus heridas en las mías, sus llagas en mis llagas”.

Hagámoslo, hermanos y hermanas. No tengan miedo de quitarse el Crucifijo del cuello y de los bolsillos, de tomarlo entre las manos y llevarlo junto al corazón para compartir sus llagas con las de Jesús. Cuando regresen a casa, tomen el Crucifijo que tienen y abrácenlo.

Démosle a Cristo la oportunidad de sanar nuestros corazones; pongamos en Él el pasado, todos los miedos y ansiedades. ¡Qué hermoso es abrir las puertas del corazón y del hogar a su paz! ¿Y si escribieran en sus habitaciones, en sus ropas, fuera de sus casas, esas palabras: “La paz esté con ustedes”? Muéstrenlas, serán una profecía para el país, serán la bendición del Señor sobre aquellos que encuentren. La paz esté con ustedes, dejémonos perdonar por Dios y perdonémonos unos a otros.

Veamos ahora la segunda fuente de paz: la comunidad. Jesús resucitado no se dirige a los discípulos individualmente, sino que se reúne con ellos; les habla en plural, y a la primera comunidad le entrega su paz. No hay cristianismo sin comunidad, como no hay paz sin fraternidad.

Pero, como comunidad, ¿hacia dónde hemos de caminar, hacia dónde hemos de ir para encontrar la paz? Volvamos a mirar a los discípulos. Antes de la Pascua, seguían a Jesús, pero pensaban de forma demasiado humana: esperaban un Mesías conquistador que expulsara a sus enemigos, que hiciera prodigios y milagros, que aumentara su prestigio y su éxito. Pero estos deseos mundanos los dejaron con las manos vacías; es más, le quitaron paz a la comunidad, suscitando discusiones y oposición (cf. Lc 9,46; 22,24).

Para nosotros también existe este riesgo; estar juntos, pero caminar por cuenta propia, buscando en la sociedad, y también en la Iglesia, el poder, la carrera, las ambiciones. Sin embargo, de ese modo, en vez de seguir al Dios verdadero, seguimos al propio yo, y terminamos como aquellos discípulos: encerrados en casa, vacíos de esperanza y llenos de miedo y decepción.

Pero he aquí que en la Pascua encuentran el camino de la paz gracias a Jesús, que sopla sobre ellos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Gracias al Espíritu Santo, ya no mirarán lo que les separa, sino lo que los une; ya no irán por el mundo para sí mismos, sino para los demás; no para ganar visibilidad, sino para dar esperanza; no para obtener aprobación, sino para gastar su vida con alegría por el Señor y por los demás.

Hermanos, hermanas, el peligro que tenemos es seguir el espíritu del mundo en lugar del espíritu de Cristo. ¿Y cuál es el camino para no caer en las trampas del poder y del dinero, para no ceder a las divisiones, a las seducciones del carrerismo que corroen a la comunidad; a las falsas ilusiones del placer y de la brujería que llevan a encerrarse en sí mismos? El Señor nos lo sugiere de nuevo a través del profeta Isaías, diciendo “estoy con el contrito y humillado, para reavivar los espíritus humillados, para reavivar los corazones contritos” (Is 57,15).

El camino es compartir con los pobres. Este es el mejor antídoto contra la tentación de dividirnos y mundanizarnos. Tener el valor de mirar a los pobres y escucharlos, porque son miembros de nuestra comunidad y no extraños a los que hay que eliminar de la vista y de la conciencia. Abrir el corazón a los demás, en lugar de concentrarlo en los propios problemas o vanidades personales.

Recomencemos desde los pobres y descubriremos que todos compartimos la pobreza interior; que todos necesitamos el Espíritu de Dios para liberarnos del espíritu del mundo; que la humildad es la grandeza del cristiano y la fraternidad su verdadera riqueza.

Creamos en la comunidad y, con la ayuda de Dios, construyamos una Iglesia vacía de espíritu mundano y llena del Espíritu Santo, libre de riquezas para sí misma y llena de amor fraterno.

Llegamos, en fin, a la tercera fuente de paz: la misión. Jesús dice a los discípulos: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes” (Jn 20,21). Nos envía como el Padre lo ha enviado a Él. ¿Y cómo lo envió el Padre al mundo? Lo envió a servir y a dar su vida por la humanidad (cf. Mc 10,45), a manifestar su misericordia por cada uno (cf. Lc 15), a buscar a los que están lejos (cf. Mt 9,13). En una palabra, lo envió para todos; no sólo para los justos, sino para todos. En este sentido, resuenan todavía las palabras de Isaías: “¡Paz al que está lejos, paz al que está cerca! […], dice el Señor” (Is 57,19). A los que están lejos, en primer lugar, y a los que están cerca; no sólo a los “nuestros”, sino a todos.

Hermanos, hermanas, estamos llamados a ser misioneros de paz, y esto nos dará paz. Es una decisión; es hacer sitio en nuestros corazones para todos, es creer que las diferencias étnicas, regionales, religiosas y culturales vienen después y no son obstáculos; que los demás son hermanos y hermanas, miembros de la misma comunidad humana; que cada uno es destinatario de la paz que Jesús ha traído al mundo.

Es creer que los cristianos estamos llamados a colaborar con todos, a romper el ciclo de la violencia, a desmantelar las tramas del odio.

Sí, los cristianos, enviados por Cristo, están llamados, por definición, a ser conciencia de paz en el mundo; no sólo conciencias críticas, sino sobre todo testigos del amor; no pretendientes de sus propios derechos, sino de los del Evangelio, que son la fraternidad, el amor y el perdón; no buscadores de sus propios intereses, sino misioneros del amor apasionado que Dios tiene por cada ser humano.

La paz esté con ustedes, dice Jesús hoy a cada familia, comunidad, grupo étnico, barrio y ciudad de este gran país. La paz esté con ustedes. Dejemos que estas palabras de nuestro Señor resuenen, en silencio, en nuestros corazones. Escuchémoslas dirigidas a nosotros y decidamos ser testigos de perdón, protagonistas en la comunidad, personas en misión de paz en el mundo.

Moto azalí na matói ma koyoka [El que tenga oídos para oír]. R/Ayoka [Que oiga].

Moto azalí na motema mwa kondima [El que tenga corazón para aceptar]. R/Andima [Que acepte].

ACI Prensa

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