Homilía del Cardenal Porras en el Carrizal

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Cortesía de Reporte Católico Laico

Homilía en la Solemne celebración de los 300 años del hallazgo del sagrado lienzo de Nuestra Morenita de El Carrizal, la Virgen de Guadalupe, a cargo del Cardenal Baltazar Porras, Arzobispo de Caracas. El Carrizal, Coro, Edo. Falcón, lunes 27 de febrero de 2023.

Con la venia del Sr. Arzobispo de Coro, Mons. Mariano José Parra Sandoval

Queridos hermanos

Nos reúne hoy, en esta solemne Eucaristía, un hecho aparentemente insignificante e intrascendente que está unido a la tradición mariana más extendida en el continente americano: la devoción y el culto a la Virgen de Guadalupe de la colina del Tepeyac que se fue extendiendo más allá de las fronteras del virreinato novohispano (1530) hasta convertirse hoy, en la patrona de todo el continente americano, desde Alaska hasta la Patagonia. De una devoción circunscrita, en sus inicios a los indios, pasó a ser la de los mestizos y criollos, por lo que muy pronto se universalizó.

La fe mariana está en la base de la implantación del cristianismo en América, pues ha estado ligada siempre a las necesidades y requerimientos de los más humildes y sencillos. En palabras del Papa Francisco podemos afirmar que el peso de las periferias existenciales es el motor de la difusión de lo más prístino de la fe católica: llegar a Jesús de los brazos de María con la convicción de que el requerimiento de la Virgen a su Hijo en las bodas de Caná, es casi un mandamiento. Convertir el agua en vino, se repite en nuestra tierra de mil maneras, en testimonios de vida y sanación por la intercesión amorosa de María.

En nuestra patria, este fenómeno ha estado presente. La mayoría de las devociones marianas bajo distintas advocaciones ha estado ligada a la participación de gente de a pie, a hombres y mujeres en los que su fe ha movido montañas y se ha adueñado de los corazones de los creyentes. Con razón el Concilio Plenario de Venezuela afirma que “el pueblo venezolano manifiesta un profundo amor y devoción a la Santísima Virgen María, reflejados en el gran número de advocaciones marianas que se veneran en el país y en los numerosos pueblos elevados en su honor. Este amor a la Virgen impregna, de modo particular, los tiempos de Adviento y Navidad, lo mismo que la Semana Santa y los meses de mayo y octubre”(CPV, la celebración de los misterios de la fe, n. 23).

Si bien la evangelización en lo que hoy es Venezuela se inició fugazmente por el oriente a inicios del siglo XVI, será en occidente, en estas tierras falconianas, donde el cristianismo fue tomando carta de ciudadanía en nuestra patria a partir de la tercera década de dicho siglo. La primera diócesis del vasto continente suramericano tuvo su sede en Coro, en 1531. Serán también las costas del mar Caribe las que trajeron en medio de las faenas del trabajo diario de la pesca, cuando un grupo de pescadores a orillas del mar vieron como “se columpiaba airosa una caja de singular tamaño, que poco a poco recaló en la orilla”. Su contenido, “policromada y bella, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe”. No dudaron ni un instante en que era un regalo de la Virgen para aminorar las fatigas de la vida. Fue en una fecha como hoy hace 300 años de aquel memorable acontecimiento; y en este mismo lugar, El Carrizal, donde se erigió el primer santuario, la primera ermita, a Nuestra Señora de Guadalupe, cuya imagen y templo ha sido enriquecida por los fieles a lo largo de estos tres siglos.

El acontecimiento obtuvo el reconocimiento del Obispo de la época, Don Juan José de Escalona y Calatayud quien decretó la fundación de este pueblo, en 1723, como consta en el primer libro de bautizos de El Carrizal. Lo reconoció de nuevo, el Obispo Don José Félix Valverde en 1737, y en 1773 dejó constancia en su famosa visita pastoral, el Obispo Don Mariano Martí, cuando reseña la historia y ubicación del pueblo de El Carrizal, y dice que su Iglesia Parroquial está dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, cuya imagen está en el altar mayor. Hace 95 años, durante la celebración del segundo Congreso Mariano Nacional, en 1928, en presencia del episcopado en pleno se recibió con alegría, el decreto del Papa Pío XI, en el que designó a Santa María de Guadalupe, celestial patrona de la Diócesis de Coro. Y hace unos minutos escuchamos la lectura de la bendición del Papa Francisco con motivo de este tricentenario.

Pero, se trata de algo más que una simple conmemoración histórica. Cabe preguntarse qué nos dice a los creyentes de este siglo XXI, ser devotos de María de Guadalupe. En una sociedad que nos vende como baratija el relumbrón de tantos héroes de papel que nos llaman a seguir sus huellas ofreciendo el disfrute efímero de placeres o riquezas, con ejemplos de vida que en general no se caracterizan por trasmitirnos valores trascendentes; vivimos bajo la seducción de los medios y las redes, devorando el presente sin pensar más allá, tratando de ocultar la pobreza y miseria que nos rodea.

Ser creyente no supone negar o despreciar lo que la ciencia y la tecnología nos permite vivir mejor que nuestros antepasados. Pero este privilegio llega a muy pocos. Las crisis de la humanidad es la desigualdad, de la que no escapamos, comprobando que la brecha entre los que más tienen y el resto de la población es inmensa. Dicha desigualdad es la madre de los conflictos, odios, violencias y guerras, lejanas a la paz que deseamos para nosotros y para quienes nos rodean, para que la igualdad genere serenidad, ganas de vivir plenamente, esperanzas ciertas de un mundo mejor para las actuales y futuras generaciones.

La fe y la devoción a María es testimonio fehaciente para ser iglesia en salida. Guadalupe ocupa un lugar privilegiado en la mariología latinoamericana, porque la Virgen acogió maternalmente a los habitantes de estas tierras. En María, Dios ama y visita a su pueblo. En los designios de Dios Padre, en nuestro suelo americano, se cumplió lo que nos dice la Escritura: “al llegar la plenitud de los tiempos, nos envió a su Hijo, nacido de mujer” (cfr. Gal. 4,4). Ella ha sido protgonista en la historia de la evangelización de nuestros pueblos desde los inicios de la evangelización. Y lo ha hecho desde los sencillos. En México a través del indio Juan Diego, en Falcón de la mano de unos pescadores. Se realiza entonces, lo que hoy acertadamente llamamos sinodalidad. Es decir, caminar juntos, sin mayores distingos, siendo proclamadores de la presencia cercana del Señor en nosotros a través de la Virgen María.

La medida de lo que hacemos como creyentes tiene como centro las periferias existenciales, las que no son tomadas en cuenta. Desde allí, desde las bases, descubrimos las ansias de bien, la generosidad sin límites y la fraternidad en medio de la escasez. María de Guadalupe es el testimonio vivo de la conducta misericordiosa y samaritana propia del seguidor de Jesús de Nazaret. Esta actitud es la que debe movernos a estar vigilantes para que el amor a Dios se manifieste, tenga su medida, en el auténtico amor al prójimo.

No se trata, simplemente, de una postura individual. El bautizado es miembro de la comunidad eclesial; el discernimiento ante las circunstancias de la vida se comparten, se discuten, se dialogan. Es tarea de todos, es asumir que somos corresponsables con una radical disposición que nace del amor auténtico, y no de la imposición de una norma o mandamiento.

María manifiesta a Jesús resucitado. Es una mujer la que revive el misterio de la encarnación, porque en su seno habita el Verbo hecho carne. Es la mujer que nos trae la libertad rompiendo el yugo de toda esclavitud. Nos anima, además, a ver en la naturaleza que nos rodea el escenario que tenemos que cuidar y mejorar para bien de todos. Es la ecología integral que nos predica insistentemente el Papa Francisco.

Es María la que despierta la fe de un pueblo que se vuelve evangelizador. María de Guadalupe como en Belén, “trajo la vida al mundo (cfr. LG 53), y es causa de alegría, de asombro, de gozo porque es la presencia del Dios Vivo que se queda siempre con nosotros. Su imagen estampada en el lienzo sagrado anuncia la buena noticia de liberación para “este pueblo que andaba en tinieblas” (Is.9,1).

Por ello, dirijámonos a María para pedirle su mirada como un regalo. Necesitamos de su mirada tierna, su mirada de Madre, esa que nos abre el alma. Mirada que está llena de compasión y de cuidado. Contemplemos este lienzo sagrado y pidámosle: “Madre, regálanos tu mirada”. Que su mirada esté en nuestras historias. Las de nuestros antepasados, las de nuestros seres queridos más cercanos. En su mirada sabemos cada uno de nosotros, que ella conoce la historia escondida de nuestras vidas. Con los problemas y tropiezos, con las alegrías del bien que brota de nuestras mejores acciones. Es el regalo de la misericordia de Dios, que la miró pequeñita y la hizo su Madre y Madre nuestra.

No estamos solos. La historia que se ha amasado aquí en El Carrizal desde hace tres siglos, es la historia que tenemos que actualizar día a día. Que la mirada de María nos enseñe a mirar a los que miramos menos, que son quienes más lo necesitan. Son muchas las experiencias que en estos años de pandemias y de crisis nos ha convertido en seres creativos, para tejer en nuestros corazones la cultura del diálogo, de la acogida, del encuentro que tanto necesitamos, que tanto necesita nuestra patria.

Que la celebración de hoy sea un llamado a multiplicar los gestos de bien para con el prójimo. Nos mueva a ser más respetuosos del medio ambiente; a trabajar para ser más hermanos y más solidarios bajo la ternura de la mirada acogedora de nuestra madre María. Una de las cualidades que dice tener el lienzo original del Tepeyac es que desde cualquier punto en el que estemos, la mirada de María de Guadalupe se dirige a nuestros ojos. Que el lienzo sagrado de El Carrizal que contemplamos tenga también para nosotros esa mirada dulce y acogedora que nos da serenidad y paz. Tratemos de ser generosos aunque a veces nos duela no poder serlo, por eso le pedimos a nuestra Madre: ayúdanos a encontrar a Jesús en cada hermano.

María de Guadalupe de El Carrizal es el lienzo sagrado más antiguo en nuestra patria. Que desde esta tierra falconiana, siga siendo faro de luz y de esperanza que ilumine el sendero de todos los venezolanos. Como el Evangelio que fue proclamado hace unos minutos, el alma de cada uno de nosotros glorifique al Señor, llene de júbilo nuestro espíritu, porque así como puso sus ojos en la humildad de su esclava, los ponga también en la fragilidad e indigencia de cada uno de nosotros que queremos ser fieles para siempre a la llamada de ser hijos de Dios y de la Virgen. Que la mujer en figura prodigiosa, envuelta por el sol, como nos la describe el Apocalipsis, haga resonar en nosotros: “Ha sonado la hora de la victoria de nuestro Dios, de su dominio y de su reinado, y del poder de su Mesías”.

Querida Madre de Guadalupe de El Carrizal,

danos la gracia de tener un nuevo ardor de resucitados,

para que seamos discípulos misioneros del Evangelio de la vida que vence a la muerte. Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos

para que desde estas tierras ardientes de los médanos

llegue a todos el don de la belleza que no se apaga.

Ayúdanos a resplandecer en el testimonio del servicio,

de la fe ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres,

para que la alegría del Evangelio llegue a todos los confines de Venezuela

y ninguna periferia se prive de su luz (cfr. EG 288).

Que así sea.

Reporte Católico Laico

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