A las afueras de la capital congoleña se encuentra el centro Telema, donde las religiosas de la Congregación de las Hermanas Hospitalarias acogen a hombres y mujeres abandonados, a menudo por sus propias familias, ofreciéndoles cobijo, higiene, atención psicológica y un oficio: “Así vuelven a vivir”
“¡Escucha… la niñita!” La hermana Ángela señala una ventana enrejada en el Centro Bethanie, el pabellón recién construido del centro de Telema, a las afueras de Kinshasa. Présence, de 11 meses, grita en brazos de su madre porque le arden las rozaduras de la espalda y los muslos. Hasta hace dos días vivían en las calles del barrio de Kimtambo, en la capital de la República Democrática del Congo, entre polvo, basura, ratas y mosquitos. Présence contrajo una grave infección. Su madre, Geneviève, la observa catatónica mientras le frota polvos de talco. Parece despistada y realiza el gesto mecánicamente. Está sentada en el suelo, mientras la niña está tumbada en la cama de una de las 23 habitaciones del centro. La hermana Ángela Gutiérrez, española de 74 años, asturiana desde 1989 en el Congo, la ayuda a levantarse. “Llegaron hace unas horas. Estaba toda sucia… La acusaron de brujería y vivía en la calle. Ahora está en casa”.
El “hogar” es un pequeño edificio blanco entre hierba sin cultivar y los escombros de una nueva construcción. El complejo es una rama del centro más famoso y antiguo que las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús dirigen desde 2007 en el céntrico bulevar Lumumba.
La “nueva” Telema, literalmente “Levántate”, explica la superiora, sor Ángela Lyna Kana, se puso en marcha el pasado mes de mayo gracias a la generosa ayuda de un “donante”, padre de dos niños enfermos, escandalizado por la miseria de sus conciudadanos y admirado por la labor de las hermanas. A cualquier hora del día o de la noche, con una afluencia de casi 50.000 personas al mes, Sor Ángela y las demás hermanas —Ida, Alfonsina, Ortensia, Prisca, Odette y Maria— acogen y albergan en sus habitaciones a “les gens de la rue”, las personas de la calle. Las recogen cada noche de las aceras abarrotadas y empapadas de humo de la capital congoleña. O llevan dentro a los que encuentran en la puerta.
Acusados de brujería
En su mayoría son enfermos mentales, que sufren depresión, autolesiones, retraso cognitivo, alcoholismo, epilepsia, trastornos negativistas desafiantes, acusados de estar poseídos y, por ello, marginados por sus propias familias, azuzadas en estas creencias por los numerosos pastores pentecostales que, según la hermana Alina, “ven brujería por todas partes”: “Cuando muere un familiar, cuando alguien está inquieto, se le acusa de tener espíritus malignos dentro. Una monja me habló de una chica de 18 años a la que casi queman viva el Sábado Santo. La encontró donde habían tirado la basura, la llevó al hospital y no fue a misa porque se quedó toda la noche velándola”.
Mujeres abandonadas
Las que acaban en casa de las monjas son sobre todo mujeres. Solas, vulnerables mental y físicamente, y por tanto a merced de cualquiera. Víctimas de violaciones. Como Madeau, arrojada a la calle con sus dos hijos, delante de los cuales fue violada repetidamente. Los niños le fueron arrebatados por un policía que, al cabo de unos días, se dio cuenta de que no podía hacerse cargo de ellos y se los confió a los servicios sociales. “El niño, después de ocho años, sabemos dónde está. La niña, no tenemos ni idea de lo que le ha pasado”, dicen las hermanas mientras abren la habitación de Madeau.
La mujer ya había estado en el centro, pero luego había vuelto a la calle: “Buscaba a sus hijos”. Al cabo de un tiempo regresó, cubierta de costras y suciedad. Lo mismo hicieron las demás. “Nosotras —explica la hermana Alina— los lavamos, los desinfectamos, les cortamos el pelo, les quemamos la ropa”. El siguiente paso es iniciar a las chicas y chicos en la atención médica psicológica y psiquiátrica, posible gracias al trabajo de especialistas voluntarios. En la gran clínica, bien equipada, se ofrece un servicio de fisioterapia, un laboratorio de análisis y una farmacia.
Curas psicológicas
Durante la terapia, las hermanas emplean a los pacientes en trabajos manuales. La actividad principal es el “taller”: una gran sala con una docena de máquinas de coser en su interior. Al fondo hay una pequeña sala en la que se exponen “los trabajos”: vestidos y batas de algodón, muñecas “Mamá África” rellenas de arena, cruces y salvamanteles hechos con tapones de botellas, bolsos de cuentas o con estampados tribales. La hermana Ángela enseña a las niñas a coser para que aprendan un oficio. Las hermanas intentan vender la mayor cantidad posible de estos productos, sobre todo para poder cubrir sus numerosos gastos, en primer lugar, la comida.
El taller que ayuda a “revivir”
Para cualquier necesidad, están los productos del huerto, otra actividad para los enfermos. “¡Mira!”, dice la monja, mostrando una olla de agua con tallos de espinacas, “las han recogido”. “Nunca nos hemos quedado sin comida -se hace eco la hermana Alina- claro que recibimos poca ayuda”. Las hermanas han hablado con el ayuntamiento, con la Iglesia: “Pero al final, sólo nos ayuda la gente generosa. En general, estamos abandonadas”.
Pronto cae la oscuridad sobre las instalaciones. La única luz es la de la entrada del Centro Bethanie, bajo la cual se agrupan los enfermos con algunas monjas. Hay cena, cambio, lavados, medicinas. Algunas salen a patrullar las aceras y vuelta a empezar. Las monjas pasan 24 horas atendiendo las necesidades de otros. ¿Por qué hacen esto? Sor Alina sonríe: “Jesús no tiene otros brazos que los nuestros para tocar a los enfermos. No tiene otros ojos para ver el sufrimiento de los demás… Nos envía a continuar lo que Él ha empezado”.
Vatican News
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