A la luz de Clara de Asís, una monja clarisa capuchina ofrece algunas claves de la vida monástica esenciales para la sinodalidad, como el sentido bíblico de la justicia y el poder limitado.
Al acercarse inicio del Sínodo, me gusta pensar que el mundo monástico tendría algo que decir sobre esta valiosa praxis eclesial, que no le viene de su erudición sino más bien de su naturaleza de vida comunitaria y cenobítica, fraterna y sororal, caracterizada desde siempre por formas diferentes y múltiples de sinodalidad activa y efectiva.
En formas que difieren según las tradiciones espirituales, es una característica de los monjes y las monjas reunirse para orar, comprender, decidir, acoger, discernir. Esta terminología expresa bien lo que significa concretamente sinodalidad en la vida cotidiana, y cómo dentro de nuestras casas y en nuestras dinámicas relacionales se intenta vivir una auténtica experiencia eclesial y espiritual, que implica siempre la disponibilidad a caminar juntos, a compartir una visión, una perspectiva que nos atrae y a identificar etapas y modalidades que activen en cada uno y en la comunidad un cambio duradero y eficaz.
Es una experiencia dictada por el Espíritu Santo y conserva un amplio margen de apertura e imprevisibilidad, características típicas del Espíritu, que sopla y va donde quiere.
Haciendo referencia a la tradición que mejor conozco, la que mira a Clara de Asís, puedo afirmar que dentro de las relaciones Clara invita a reconocer a todas el derecho y el poder de la palabra y pide a todas una actitud de escucha, que permita a cada una aportar su propia contribución de pensamiento en la convivencia. Su experiencia nos enseña que cada palabra que pone en circulación la vitalidad de cada una y el Evangelio es preciosa, es un don que renueva y cualifica el discernimiento de todo el pueblo de Dios. Dentro de estas afirmaciones encontramos lo que la milenaria experiencia de la vida monástica ha expresado mucho antes con Benedicto y que Clara ha prestado con estas palabras: “Y con respecto a las cosas que deben tratarse para la utilidad y la honestidad del monasterio, [la madre] las confiere [en el capítulo] con todas las hermanas; a menudo, de hecho, el Señor revela lo que es mejor para el más joven”.
¡Hay un auténtico ejercicio de fe y esperanza en permanecer constantes y fieles a reunirse, en creer que no es una pérdida de tiempo labrarse un espacio en el que todos puedan hablar, en el que a todos se les dé la palabra y en el que todos se expongan a tomar la palabra! Un auténtico proceso de sinodalidad, con la esperanza de una implicación que vaya más allá de la simple y preciosa disponibilidad para hacer juntos servicios y trabajos para la utilidad común; un espacio en el que puedan caer las coartadas de quien esconde su miedo a exponerse detrás de las excusas del “aquí no se puede hablar”; y en el que pueda caer el temor de quien teme que liberar voces y pensamientos pueda llevar a indisciplina o confusión.
En la vida monástica, los espacios y los tiempos de los diálogos comunitarios, de los intentos de comprender y decidir juntos deben ser defendidos, cuidados, para que se conviertan en una experiencia en la que cada uno pueda sentir el reconocimiento de la dignidad de la palabra y pueda aprender el arte de expresarla, sintiéndose eficazmente parte de un camino. Esto ciertamente no es ni simple ni fácil, e implica recorridos más largos y más complejos, hechos de inclusión de las diversidades y composición de las diferencias, donde a veces los caminos comunitarios están fragmentados por lentitudes provocadas por opiniones “otras”, por ideas no plenamente evangélicas expresadas de manera fatigosa y a veces no delicada, y/o por recriminaciones personales. Pero precisamente esto constituye un desafío al camino de continua conversión a la sinodalidad, a ese “conjunto” que constantemente emerge para Clara, de la experiencia de los orígenes en San Damián.
En la vida religiosa y monástica no es raro encontrar un sentimiento de decepción y frustración al constatar la fatiga del ejercicio de compartir. Creo que parte de nuestra misión puede ser custodiar, como porción de Iglesia y como comunidad monástica, un espacio de relación y de intercambio que haga este ejercicio practicable, y que en realidad lo que cantamos en la salmodia: “Mira qué bonito y agradable es que los hermanos y las hermanas vivan juntos”.
Oímos decir que la sinodalidad no puede coincidir solo con una estructura, con una forma de gobierno (“yo autoridad” que te concedo la palabra), con eventos que pretenden encarnarla; ni mucho menos puede entenderse solo como una actitud interior que corre el riesgo de no ser incisiva.
En la experiencia de la vida monástica nos atrevemos a decir -con la esperanza de no ser desmentidas- que nuestra forma de vida y su organización proceden y gracias a la “estructura sinodal” que la habita y que la anima, y si continúa manteniéndose es por la incansable y fatigosa voluntad de mantener en el centro a Jesucristo y su Evangelio, que devuelve a cada uno a la justa distancia de lo que realmente cuenta y en una relación de caritativa obediencia recíproca en la que el servicio de autoridad está voluntariamente limitado por un ejercicio de corresponsabilidad. Nuestra pequeña y limitada experiencia se atreve a decir que no existe sinodalidad si no es dentro de un poder que es limitado. – Depende. – ¿De qué? Desde la libertad responsable de la comunidad para hacer no lo que quiere sino lo que cree, lo que el Espíritu le ha confiado, lo que da sentido a su misión en y para la Iglesia. Y en este sentido la pobreza de cada uno se convierte en la garantía de la libertad para todos; no una libertad ingenua y superficial que cree que no está condicionada por nada ni por nadie, sino una libertad que con dolor y esfuerzo, a costa de caminos constantes de conversión y convergencia, ha comprendido y comprende por qué vale la pena dejarse condicionar.
El poder limitado se convierte realmente en autoridad, en el sentido de que se pone en la actitud de generar y hacer crecer, y responde no a un acto de virtud de alguien particularmente santo, sino a una norma de sentido común reconocida también por el derecho en el momento en que recuerda que “lo que toca a todos por todos debe ser deliberado”.
Dentro de una comunidad, como dentro de la Iglesia, hay una pluralidad de funciones que corresponden a una pluralidad de dones: estos no pueden “gestionarse por sí mismos”, de manera individual, sino que requieren la participación de todos. No está en juego una gestión democrática de la comunidad -varias páginas evangélicas ponen en crisis el sentido moderno de democracia a favor del sentido bíblico de la justicia, en el que a cada uno se le da lo que es necesario, no lo que se da a todos-, sino el ejercicio del discernimiento comunitario, que es uno de los aspectos de un poder limitado, cuya tarea es principalmente poner en marcha dinámicas de diálogo y escucha que conduzcan lo más posible a la unanimidad. Las diversas experiencias de monaquismo en la Iglesia nos dicen que esto es posible tanto en las comunidades masculinas como en las femeninas, siempre que todos los hermanos y hermanas reconozcan necesaria la conversión al diálogo, a la confrontación, a la dialéctica, al disenso cuando sea necesario, sin que esto sea necesariamente un signo de insubordinación al orden establecido. En los grandes desafíos y cuestiones que nos interpelan, decidir y elegir juntos es garantía de fidelidad al Señor y de comunión.
Vatican News
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