San Agustín, un inquieto buscador de la Verdad

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Mosaico y fresco que representa a San Agustín. Fue creado por Ludwig Moralt en la década de 1840. | Crédito: Mijail Markovskiy - Shutterstock

Muchos autores y escritores, filósofos y teólogos, consideran que San Agustín de Hipona es el más grande de los Padres de la Iglesia. Cuando el prestigioso teólogo Hans Urs von Balthasar habla del gigante pensador cristiano Orígenes, dice que si no hubiera existido San Agustín, sería el más grande de la Tradición Cristiana. Así será la magnitud del Obispo de Hipona. Otros lo reconocen como un colosal predicador de la Iglesia de Cristo. Ciertamente, sus enseñanzas han inspirado a numerosos pensadores, teólogos y filósofos de todos los tiempos. Por su parte, el experto en patrística, Berthold Altaner, testimonia de San Agustín: “El gran Obispo reunía en sí la energía creadora de Tertuliano y la amplitud de espíritu de Orígenes con el sentido eclesial de Cipriano, la agudeza dialéctica de Aristóteles con el alado idealismo y la especulación de Platón, el sentido práctico de los latinos con la ductilidad espiritual de los griegos. Fue el filósofo máximo de la época patrística y, sin ninguna duda, el teólogo más importante e influyente de la Iglesia en general”.

Leyendo algunos textos sobre su historia de vida, me atrevo a enumerar varias etapas de su crecimiento donde se destaca una extraordinaria pasión por la Verdad. Podríamos decir que su historia está orientada en la búsqueda de la Verdad. Eso lo convierte en una persona sabia, auténtica, santa.

Desde su nacimiento en Tagaste (Argelia-África) estuvo bajo la bondadosa y piadosa protección y formación de su Madre cristiana Mónica. Ella, como aquel cultivador que, inspirado en las palabras de Jesús, supo esperar que creciera la buena hierba con la cizaña mala del mundo corrompido por el pecado, no sin seguir sembrando en el interior de su hijo Agustín los valores cristianos. Mónica es la primera y más importante artífice del Padre de la Iglesia más grande de la historia. Esa es la primera etapa de una existencia que se cultiva en la familia. Aunque su padre era fuerte y sin fe, también recibió la paciente misión de su esposa que lo condujo al final de su vida a abrazar el Cristianismo.

En el camino histórico de Agustín, se va desarrollando una persona auténtica como humano y cristiano. El joven de 19 años, buscando con inquietud la Verdad, se encuentra leyendo la obra de Cicerón titulada “Hortensius”. Algunos piensan que esa fue su primera conversión, el encuentro con el amor humano, camino hacía el ideal de la sabiduría. Quien introduce el primer tomo de las obras completas de San Agustín (BAC, Madrid 1994) señala: “El máximo orador latino, Cicerón, fue el instrumento providencial del profundo cambio de afecto en San Agustín. El Hortensius le produjo una impresión que no habría de borrársele nunca por la cálida exhortación a la sabiduría. La felicidad no consiste en la satisfacción de los sentidos, ni en la posesión de las riquezas, sino en el noble deleite de la contemplación de la Verdad, a ejemplo de los grandes pensadores, como Platón”.

También lee la Biblia, pero en ella no encontró la verdad racionalista, materialista y dualista que si vio en una secta llamada maniqueísmo. Pero tampoco ahí encontró la Verdad. Su corazón no descansa, su inquietud se hace más profunda. Hasta que escuchó a Jesús en el interior de sí mismo que le habló con bondad y misericordia por medio de la predicación de un Pastor Bueno, San Ambrosio, quien desde la Catedral de Milán no sólo le habló al corazón de Agustín, sino que produjo la experiencia de su encuentro con Dios. En su conversión quedó sellada la obra de su Madre Santa Mónica y la del Arzobispo de Milán, San Ambrosio. Así nace un gigante cristiano, San Agustín que será Obispo de Hipona. Más tarde, después de su conversión, fue uno de los más grandes predicadores y amantes de la Sagrada Escritura.

Meditar las Confesiones de San Agustín es un privilegio que no debemos despreciar. Agustín no encuentra la Verdad, sino que la Verdad lo encontró a él. Desde ese instante su vida tiene sentido en Cristo y su Iglesia.

P. José Andrés Bravo H.

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