Centenario de Monseñor Paparoni

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Cardenal Baltazar Porras, administrador de la Arquidiócesis de Caracas

Por el Cardenal Baltazar Porras Cardozo

La vida humana de por sí es breve. Es como flor que amanece y por la tarde se marchita. La muerte prematura es un absurdo y a la vez una realidad inexorable. Hace sesenta y un años una noticia luctuosa conmovió a Venezuela. En accidente de tránsito, un volcamiento, en una curva al parecer inofensiva a la salida de Barcelona, perdieron la vida tres clérigos: el Pbro. Ermenegildo Carli, quien conducía el vehículo, el Arzobispo de Caracas Mons. Rafael Arias Blanco y el Obispo de Barcelona Mons. José Humberto Paparoni Bottaro. Todos en plenitud de vida, capacidades y expectativas.

E l3 de septiembre de 1920 nació en Santa Cruz de Mora, tierra cafetalera del valle del Mocotíes, José Humberto, el noveno de trece hijos de inmigrantes italianos que hicieron tienda y éxito, Don Calógero Paparoni y Doña Matilde Bottaro Hernández. Estamos, pues, en el centenario del nacimiento del cuarto obispo nacido en tierras merideñas. Lo antecedieron Buenaventura Arias e Ignacio Fernández Peña en el siglo XIX y José Humberto Quintero Parra en el siglo XX.

Su paso por la vida fue un celaje. Como el rayo que cruza el firmamento en segundos, su existencia fue una exhalación. Los seres que son muy queridos por Dios son arrebatados por el Creador para tenerlos a su lado, afirma benévolo el autor sagrado. Dejó tras de sí el aroma de la presencia divina que prendó su alma. La fama de inteligencia y santidad marcó todas las etapas de su corta vida. Caminó raudo hacia el misterio, como el pino lento que señala una estrella en la noche profunda, eres una pregunta bajo la luz de tu alma (Fernando Paz Castillo).

Recordar testimonios documentales y vivos recuerdos de quienes lo trataron o tuvieron la dicha de compartir el lar familiar, la vocación sacerdotal cultivada en Mérida, Caracas y Roma, la pasantía pastoral en Tovar y sus afanes de educador, culminados en el empeño de levantar una nueva circunscripción eclesiástica en el oriente anzoatiguense por disposición del Papa Pío XII es parte de la memoria viva que no podemos echar en saco roto.

En mis memorias de adolescente quedó grabada una escena que se repetía con frecuencia en los pasillos del Seminario de Caracas. Monseñor Arias Blanco y el Obispo Paparoni caminaban pausadamente, conversando amenamente por los amplios corredores del edificio del Seminario Menor. Nos llamaba la atención contemplar aquellos dos hombres contrastantes como el Quijote y Sancho, aunque en ambos sobresalía la elegancia y pulcritud de sus atuendos y ademanes. La enjuta figura de Mons. Paparoni se erguía señorial bajo una tenue sonrisa y unos ojos de mirada penetrante. Los seminaristas esperábamos el momento del recreo en el que se permitía acercarnos a pedirles la bendición y besarles el anillo episcopal. Regresábamos contentos de haber podido saludar a aquellos imponentes personajes. Sus vidas se unieron en una misma vocación al sacerdocio y al episcopado, ambos compartían inquietudes pastorales comunes, e inexorablemente estaban marcadas por un trágico final.

El día de la entrada al Seminario, en una tarde septembrina de 1959, me topé junto con mi familia con el Arzobispo Arias Blanco que abandonaba la casa de estudios que tanto mimaba. Vivía pendiente de la vida cotidiana del Seminario y conocía a todos los seminaristas por su nombre. A los intercambios de saludos y preguntas por mi abuela y tías que conocía desde sus años en el Táchira, nos dijo: voy saliendo para Barcelona. Quiero inspeccionar la construcción de la casa vacacional que se construye en Píritu para disfrute de los seminaristas. Nos veremos la semana que viene. Y así fue, pero para recibir el cadáver que lloró toda Venezuela. Se troncharon muchas ilusiones y proyectos, pero permaneció viva la esperanza de la resurrección. Otros vinieron a continuar la obra que ambos dejaron inconclusa.

Aunque el legado de José Humberto Paparoni luce incompleto, la plenitud la encuentra en Dios que le da sentido de eternidad y trascendencia. Fue un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra. Y quienes lo conocieron y trataron, tuvieron la certeza de que estaban ante un ángel. Se le pueden aplicar aquellos versos de Charles Péguy que producen la sensación casi inmediata de la vida de comunión, del refluir de Dios mismo que fecunda a todo el que se acerca a Él con fe profunda y esperanza cierta: sabéis que el ser de Dios bebe incesantemente en su venero eterno y en su noche profunda; constituye en sí mismo su acrecentamiento, la salvación del hombre y la fuerza del mundo.

A seis décadas de su desaparición, la Iglesia de Mérida que lo vio nacer y troqueló su ministerio presbiteral en comunión con la Iglesia de Barcelona que lo tuvo como su obispo fundador, rinden homenaje a su memoria. Recordar es vivir y sobre todo, dar testimonio vivo de que el presente y el futuro se construye sobre las bases de quienes nos antecedieron en el tiempo y dejaron huella perenne que no podemos olvidar.

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