Queridos hermanos presentes
Bienvenidos a esta hermosa celebración de la solemnidad de San José, patriarca y protector de la Iglesia universal en esta catedral metropolitana caraqueña. Una felicitación muy sincera a los que llevan su nombre, a todos los Josés y Josefinas que lo tienen como su santo patrono. Buen ángel de la guarda escogieron los papás que recurrieron al padre del Niño Dios.
No es una fiesta más. Dentro del calendario cuaresmal la figura de San José ha tenido una predilección particular desde los Papas del siglo XIX hasta nuestros días. Su figura es un claro llamado a descubrir el sentido de la vida, en medio de los nubarrones y circunstancias adversas que depara la vida cotidiana.
En los textos bíblicos San José aparece como un hombre silencioso. Sin proferir palabra, sus actitudes y acciones fueron suficientemente elocuentes por sí solas. Estuvieron signadas por el seguimiento y aceptación de una vocación un tanto especial y hasta extraña. Recibir como esposa a una joven embarazada y tener como primer pensamiento repudiarla sin hacerle daño a su fama y a su vida. Este gesto habla de su finura de espíritu. La palabra del ángel lo detiene y lo hace reflexionar. La apertura de espíritu a ser portador de una misión aparentemente sin sentido, pero en la que se encerraba un designio salvífico para la humanidad entera, lo hizo seguir adelante con el encargo recibido.
Peregrinar de Nazareth a Belén para un nacimiento en precarias condiciones, sin mayores recursos, pero con el aval de una cueva como cobijo, de unos pastores como los amigos que saludan una nueva vida, unos animales que le dieron el calor que le negó la gente, y la ternura siempre multiplicadora del bien, de unos padres que mimaron la vida que nacía, nada más y nada menos, que de Dios hecho hombre. Escenas todas ellas para la reflexión y el discernimiento. El misterio de la encarnación surge en la periferia, en la exclusión del tiempo y del espacio. Tremenda paradoja para quien tiene el don de ser el creador del universo.
No quedó todo allí. Después de la singular visita de unos magos venidos de oriente cargados de presentes, les tocó huir de las garras de un Herodes temeroso de perder su primacía; como ha sido común en la historia de la humanidad, sátrapas convertidos en dueños de países, no le queda a los pobres sino convertirse en extranjeros, en emigrantes a tierras desconocidas y a veces inhóspita, para que la vida de los tres pudiera crecer y fructificar. Resuenan en nuestros oídos los lamentos de quienes ven a sus hijos partir a otros lares dejando huérfanos de afectos a sus seres queridos.
En la edad de la adolescencia del vástago de María, como buenos creyentes, van a visitar el templo de Jerusalén cuando Jesús cumplía los doce años; pero se les pierde en medio de la multitud y agobiados por no saber de su paradero, María le reclama al joven su conducta. Más curiosa aún, la respuesta: “no saben que debo ocuparme de las cosas de mi Padre”. Para luego, permanecer sumiso durante años en el hogar de la Galilea que los había acogido. Los hijos se tienen para enseñarlos a volar por sí solos. La tarea es dotarlos del instrumental que les permita valerse sin muletas y tener la capacidad de descubrir el servicio a los demás como la tarea primordial de la vida.
La piadosa tradición de los escritos de los primeros siglos presenta a José, unas veces joven y otras anciano, asiduo, trabajador, ocupado de su hogar y de su taller. La cotidianidad se convierte cuando hay amor y dedicación, en el lubricante que le da sentido a la existencia. Su último aliento lo encuentra junto a sus amores, María y Jesús. Por ello, lo invocamos en la hora de la muerte para que no nos falte la compañía de los santos que nos lleven al Trono del Dios uno y trino. Hasta en la muerte, San José se convierte en paradigma de la vida eterna.
San José es testimonio vivo de lo que nos toca sufrir y padecer, sin perder el norte de la esperanza y de la vida plena. El desprecio a la vida, a los pobres, tratados como mercancía para disfrute del poder, requiere de hombres y mujeres en los que los valores trascendentes de la verdad, del bien, del trabajo, del amor tierno y la dedicación solidaria hagan posible, como en
José y María, la vida de su Hijo y de su entorno. No estamos ante un santo cualquiera. La devoción hacia él es testimonio cierto de lo que debemos y podemos hacer en medio de la crisis que nos ha sido impuesta. Los valores superiores, la fe que nos ha sido dada por el bautismo, mueve la esperanza transformadora de una sociedad como la nuestra, ávida de cambios profundos, de sentido más pleno de lo que es la verdadera fraternidad. Que San José nos proteja y nos guíe en esta hora que nos toca vivir para que seamos los auténticos transformadores de la realidad injusta que tenemos la obligación de transformar.
San José ha sido, guía y faro de luz para muchos venezolanos. Su devoción está extendida a lo largo y ancho de nuestra geografía. Son numerosos los lugares y empresas diversas que llevan su nombre. Curiosamente, en el episcopado patrio es el nombre más socorrido de quienes han sido escogidos para este ministerio. Y quienes han llevado su nombre brillaron por su ciencia y virtud. Si nos circunscribimos al siglo XX, ya fallecidos enumeramos dieciséis: José Humberto Paparoni, Juan José Bernal Ortiz, José Rincón Bonilla, Antonio José Ramírez Salaverría, José Vicente Henríquez Andueza, Francisco José Iturriza Guillén, Mariano José Parra León, José Rafael Pulido Méndez, José León Rojas Chaparro, Alfredo José Rodríguez Figueroa, José Hernán Sánchez Porras, José Sotero Valero, Joaquín José Morón Hidalgo. Y tres de ellos, José Humberto Quintero Parra, Rosalio José Castillo Lara y José Alí Lebrún Moratinos fueron los primeros purpurados de la iglesia venezolana.
Pero, hay aún más. Providencialmente las dos primeras mujeres venezolanas elevadas a beatas por decisión pontificia, llevan el nombre del santo que celebramos. La Madre María de San José y la Madre Candelaria de San José. Esperamos con verdadera emoción que José Gregorio Hernández, arquetipo del mejor venezolano, muy pronto esté en los altares de nuestros templos y en el pequeño oratorio familiar. Encomendémonos a todos ellos.
Hoy de manera particular, rememoramos en la vecindad de sus restos mortales a José Alí Lebrún Moratinos, en el centenario de su nacimiento. Nativo de Puerto Cabello, sintió que la cercanía del mar lo configuraba como hombre abierto al ancho mar para abrazar a todos por igual. De su hogar, de los Padres Agustinos Recoletos de quienes recibió las aguas lustrales del bautismo y sirvió como atento monaguillo; de los Hermanos de la Salle con quienes compartió los rudimentos del saber y de la fe, de su efímera experiencia seminarística en la Caracas de los techos rojos la ya definitiva en el seminario de Valencia, le dieron sello propio a su ser. Con ellos forjó en su niñez, adolescencia y primera juventud su rica personalidad, en medio del agitado mundo sociopolítico de finales de la larga dictadura gomecista y los inicios complicados de una democracia en ciernes. Los signos de los tiempos y los signos de Dios se unieron para dotarlo de las virtudes que más tarde desparramó con generosidad y sencillez.
Sin tener la mayoría de edad fue enviado a estudiar a la Ciudad Eterna como colegial del Pío Latino Americano y alumno de la Pontificia Universidad Gregoriana. Tiempos también turbulentos por la inminente segunda guerra mundial en las que las carencias materiales y los avatares del conflicto armado lo hicieron amar mucho más la paz y la concordia.
El viaje de regreso a la patria, en medio de la conflagración bélica, lo llevó a atravesar el Atlántico sorteando minas y sorpresas en un mar plagado de contrincantes inesperados. Varios meses en Nueva York, la vuelta a la patria, y un nuevo peregrinar de Caracas a Valencia, y de la capital carabobeña por los polvorientos caminos de la carretera trasandina a Bogotá para completar sus estudios teológicos en la Pontificia Universidad Javeriana como colegial de la residencia de los Padres Eudistas en la vecina Usaquén. Todo ello lo recordaba con cariño, sin nostalgia, más bien como el gran aprendizaje que la vida le da a quien está atento a desentrañar el lado positivo a situaciones confusas y contradictorias. Tuvo la sabiduría de Job y la paciencia de Abrahán para enriquecerse con amplitud de miras y la alegría de una fe cada día más inquebrantable en Jesús, su evangelio, vividos en la perfecta comunión con la tradición bimilenaria de la Iglesia.
Con este bagaje inesperado pero prometedor, con las alforjas llenas de ilusiones, volvió a Venezuela a recibir el sacramento del orden sacerdotal, el 19 de diciembre de 1943, de manos de su querido pastor, Mons. Gregorio Adam. Durante trece años combinó diversos ministerios sacerdotales en la ciudad del Cabriales, capellán de colegio y de la cárcel, asesor de acción católica, formador en el Seminario diocesano, promotor en revistas y periódicos locales, provicario, teniendo así un amplio espectro de la vida de un sacerdote diocesano. El Papa Pío XII lo escogió como Obispo Auxiliar del anciano prelado marabino, Mons. Marcos Sergio Godoy, recibiendo la ordenación episcopal el 2 de septiembre de 1956. El pueblo zuliano todavía hoy, lo recuerda con cariño por su cercanía y bondad.
En 1958, en pleno tránsito de la dictadura perezjimenista a la democracia, le correspondió ser obispo fundador de la diócesis de Maracay. Su devoción mariana lo llevó a promover la coronación canónica de la veneranda imagen de Nuestra Señora de la Caridad, cuyo santuario es lugar de peregrinación de la población llanera circundante. A la muerte de Mons. Gregorio Adam lo sucedió como cuarto obispo de Valencia por disposición del Papa Juan XXIII, poco antes del inicio del Concilio Vaticano II en 1962 al que asistió a sus cuatro sesiones. Posteriormente participó en la segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968) como uno de los representantes del episcopado venezolano. El tesoro de la Catedral custodia el pectoral que el Papa Pablo VI regaló a cada uno de los obispos participantes.
Diez años estuvo en Valencia, desde 1962 hasta 1972, cuando el Papa Montini lo designó Arzobispo Coadjutor sede plena del Arzobispado de Caracas, del que tomó posesión como titular en 1980. Años difíciles que supo sortear con su bondad y paciencia, pero con mano firme en busca de una unidad desdibujada que encontró en él, un hábil pastor pendiente de su grey. Asistió también en estos años a la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla de los Ángeles, en 1979. El Papa Juan Pablo II lo nombró segundo cardenal de Venezuela, recibiendo el capelo el 2 de febrero de 1983. Fue artífice de la Misión Nacional y de la primera visita del Papa Juan Pablo II a Venezuela en enero de 1985, cuyos frutos eclesiales fueron abundantes. Presidió la Conferencia Episcopal Venezolana en la segunda mitad de los años 80, y participó en el 92 en la cuarta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo. Entregó el cayado pastoral en cumplimiento de la norma canónica en 1995, y hasta su muerte el 21 de febrero de 2001, vivió con la serenidad del deber cumplido y de haber sido un siervo bueno y fiel.
Pero más allá de este recorrido por las responsabilidades que tuvo, la mejor herencia que nos dejó es su testimonio de vida. Tengo la satisfacción y el honor de haberlo tenido como mi maestro y amigo en los años en que él me confió ser Rector del Seminario San José de El Hatillo, y haber recibido de sus manos la ordenación episcopal. En estos tiempos recios que vivimos su ejemplo es una lección permanente de cercanía con la gente, sobre todo con los más necesitados. Desprendido de todo lo que tenía, lo compartía con gusto y sin que nadie lo notara. Para él la unidad y la concordia estaban por encima de cualquier otro postulado. Sabía perdonar con largueza. Consolaba al afligido y tendía la mano al que erraba.
Su humildad le brotaba con tal naturalidad que parecía imperceptible. No le hacían falta los honores ni los buscaba. Aceptaba con agrado lo que la gente sencilla le ofrecía. Recuerdo con devoción la anécdota del día de su cardenalato. No quería fiestas ni reconocimientos. Me pidió que lo llevara a cenar en una Tavola Calda, pequeño restaurant popular frente a la Casa Internacional del Clero donde estaba hospedado. Tomó su bandeja y se sirvió como cualquier hijo de vecino después de un día pleno de ceremonias y parabienes. El dueño del establecimiento barruntó que detrás de aquella figura en traje normal estaba uno de los nuevos cardenales. Su emoción fue desbordante. Cerró la puerta del local, e iba despidiendo a los clientes que acababan de comer. Cuando quedamos solos, vino con una botella de vino espumante para celebrar lo inusitado: que un cardenal en el día de su elevación estuviera sentado en su modesto local.
Para los tiempos que vivimos, hacer memoria del Cardenal Lebrún es vernos en un libro abierto para saber cómo actuar en situaciones complejas. La justicia y la verdad, la trasparencia y la honestidad fueron virtudes que practicó en forma heroica, y son, en estos momentos, hoja de ruta para comportarnos como verdaderos hijos de la fe que heredamos de nuestros mayores, con la expresión gozosa de que el bien triunfa sobre el mal, que la paciencia y la constancia tienden puentes y propician el perdón y conducen a buscar caminos de entendimiento. Es la senda que nos acerca en esta cuaresma a la paz del corazón y de nuestra sociedad sumida en un caos que no merecemos.
José Alí amó su tierra, se entregó a ella con pasión. La fe y la esperanza lo mantuvieron siempre atento y alegre para anunciar la buena nueva a todo el que se cruzaba por su vida. Fue un auténtico testigo del siglo XX para alumbrar el camino de las generaciones que ayudó a formar. En buena parte muchos de nosotros somos fruto de sus desvelos, de la siembra afanosa de la que sus discípulos disfrutamos entre risas y cantares. En su memoria iniciamos la construcción del Centro Pastoral y de Acogida que llevará su nombre, donde funcionarán todos los servicios arquidiocesanos para bien de toda la comunidad. Este año centenario que hemos decretado tendrá una serie de iniciativas con la impronta de sus virtudes, a las que invitamos a todos a sumarse.
Como San José, José Alí, acompañó a su pueblo calladamente, junto a la Virgen que tanto amó y mimó bajo muchas advocaciones, sin estridencias; unas veces delante, otras detrás, pero las más, en medio de su gente para compartir la fe sencilla, la esperanza transformadora y la caridad sin límites que fueron norte de su existencia.
Gracias, Señor por haber regalado a esta tierra de gracia un pastor con olor a oveja que nos condujo a pastos abundantes y a torrentes de agua fresca. Su estela se agranda con el tiempo como la sombra que deja el sol en el ocaso. Es hora más que de orar por él, de pedirle que interceda por nosotros y por esta Venezuela a la que tanto amó y sirvió. Continuemos la eucaristía con la oración universal por las necesidades del mundo y de la patria, y adentrémonos en la liturgia preludio de la abundancia de gracias. Que así sea.
Homilía en la solemnidad de San José y centenario del nacimiento del Emmo. Sr. Cardenal José Alí Lebrún Moratinos, arzobispo de Caracas, a cargo del sr. Cardenal Baltazar Enrique Poras Cardozo, administrador apostólico de Caracas. Catedral Metropolitana de Caracas, 19 de marzo de 2019.